Microbiografía: www.todoslosnombres.org
Mujeres de negro
Los recuerdos que tengo de ella siempre me dirigen hacia una misma imagen: la de una mujer menuda, vestida siempre de negro, a veces con su delantal de cuadritos blancos y, por supuesto, negros, su pelo corto, completamente teñido de canas, y siempre andando. Siempre andando. Era una mujer austera en muestras de cariño pero capaz de llegar al límite por defender a los suyos, por defender a sus hijos, cuatro, y a sus nietos, quince. No hacía muchas muestras cariñosas en público, todo lo llevaba por dentro y podía sufrir más por los demás de lo que tal vez podríamos pensar. Pero todo era por dentro. Desde los treinta años aprendió a vivir en silencio, con el miedo y la soledad como compañeros de camino en su vida.
-Ahí viene «la Romera».
Como la llamaban y como era conocida en el pueblo de Alcalá del Río y en San Ignacio del Viar, en Sevilla, donde fue colona de una parcela agrícola, que estuvo a punto de perder por no poner en los papeles para solicitarla la muerte “natural” de su marido y obligando así a sus hijos a realizar el servicio militar.
-Ahí viene «la Romera».
Y se veía a esa mujer pequeña andar y andar, siempre de negro.
No sabía leer ni escribir, hacía sus cuentas con garbanzos, a su manera, pero nunca se equivocaba. No reía mucho, y reñía mucho, sobre todo si alguno de sus nietos hacía algún comentario político y a los mayores, con los que más se enfadaba, les decía:
-«Eres como tu abuelo».
Y no era algo positivo, todo lo contrario, es que tu abuelo había hablado de política y tú no debías seguir esa línea.
Y de ese abuelo apenas hablaba y menos aún, de ese marido. Sólo algunas cosas de vez en cuando, que era guapo, que leía y escribía, que cantaba en las murgas de los carnavales de Alcalá del Río, que era buen cantante y buen electricista, y que le conoció en un baile. Esa era la historia del abuelo y que estaba enterrado en el cementerio de Sevilla, algo inexplicable para una niña que no entendía que si había un camposanto en Alcalá, su abuelo estuviera en Sevilla.
La vida puede cambiar en cualquier momento y la de ella cambió un cinco de septiembre de 1936. Ese día, en plena noche, su marido Antonio, electricista de la Central Eléctrica de Alcalá del Río, fue detenido, junto a varios compañeros, por falangistas de Alcalá y llevado a la Prisión provincial de Sevilla. Se quedó sola con cuatro niños de edades comprendidas entre los seis años y los nueve meses, Antonio, el mayor, de seis, José, de cinco, Manolito, de dos años y medio, y Joaquín, con pocos meses.
La vida puede cambiar en cualquier momento y la de ella cambió un cinco de septiembre de 1936
Lo que siguió a la detención de su marido fue que la echaron de su casa, que fue usurpada por los falangistas, y tuvo que irse a una casa pequeñita de alquiler, al otro lado del río en el que se situaba su antiguo hogar. Después no pudo mantener ese alquiler y tuvo que irse con sus padres y la mujer y el hijo pequeño de su hermano, a la calle Mesones que cambió su nombre por la de José Antonio Primo de Rivera.
A los pocos días de la detención de su marido pidió ayuda por todos sitios para sacarlo de la cárcel. Se la pidió a un noble sevillano para el que trabajó cuando era jovencita pero no la pudieron ayudar. Tampoco pudo su suegro, alguacil en Alcalá, y a cuantos recurrió. Nadie podía hacer nada.
Mientras pedía ayuda a uno y a otro lado, durante cuarenta y siete días fue a verlo a la Prisión provincial sevillana, a Ranilla. Le llevaba lo que podía, ropa limpia y algo de comida, en esa escena que se repetía a diario en el centro penitenciario, que multiplicaba hasta por cinco su capacidad inicial, de cientos de personas con cestitas para llevarles cosas a sus familiares y en medio de situaciones de dolor indescriptibles.
Existía un autobús que hacía el recorrido Alcalá-Sevilla, pero su conductor, El Gorilo, era un falangista reconocido y sólo dejaba entrar a los que pensaban como él. Ahí ya empezó el estigma de ser mujer de «rojo». El recorrido de ida y vuelta desde su casa a la cárcel de casi cincuenta kilómetros diarios, lo hacía a pie, andando. Andaba y andaba. Por eso creo que toda su vida la pasó andando, y comenzó ese camino en 1936.
Y no solo andaba, sino que trabajaba porque ese 5 de septiembre le arrebataron todo, a su compañero y la vida con él, su hogar, su respaldo, todo. No sé cuántos trabajos llegó a tener Rosarito en su vida, limpiando, vendido telas por los pueblos, que compraba en la calle Sierpes de la capital hispalense, en el campo… Sus hijos también irían a su ritmo, trabajando desde pequeñitos en todo lo que saliera para poder comer, para poder sobrevivir, sin posibilidad de estudiar, apenas unas clases nocturnas de maestros por lástima o por una pequeña cantidad de comida.
No sé cuántos trabajos llegó a tener Rosarito en su vida, limpiando, vendido telas por los pueblos, que compraba en la calle Sierpes de la capital hispalense, en el campo…
Vendió sus muebles, su colcha de novia, su máquina de coser, y recordó hasta el día de su muerte los nombres de las personas a las que vendió estos enseres. Rosarito, «la Romera», se convirtió en una persona triste y mucho más mayor de lo que era un 24 de octubre de 1936. Realmente presintió algo el 22 de octubre, pero siempre quedaba un hueco en su corazón para la esperanza. Ese día, el 24, en vez de cogerle el cestito de comida y muda de ropa limpia, le dieron un paquete, con ropa, entre ellas un abrigo de color marrón oscuro. Eran de Antonio, su marido. Entonces comprendió que ya nada podía hacer, que Antonio estaba muerto. Otra vez a andar y a andar para hacer el camino de vuelta, subiendo la cuesta de la calle Mesones, perdón, José Antonio Primo de Rivera, y viendo las caritas de sus tres hijos mayores que la esperaban, Antonio, José y Manolito. Llegó destrozada.
No sería la única. De la central eléctrica de Alcalá llegaron a desaparecer entre siete y ocho empleados. En la madrugada del 22 al 23 de octubre cuatro de ellos fueron fusilados ante las tapias del Cementerio de Sevilla, Antonio, Germán y los dos Franciscos. Dejaron diez hijos y tres mujeres en el camino, uno de los Franciscos era soltero, y el otro, de apellido González Rámila, dejó huérfanos a dos hijos, Mercedes, de 4 años de edad, y Fernando, de 2 añitos, y viuda a su mujer María Suárez Astorga, con 30 años. También quedó viuda la mujer del guardalínea de la central, Rafael González Arévalo, que se llamaba Francisca Cabrera Gutiérrez, de 39 años con tres hijos de edades comprendidas entre los 9 y los 4 años, su hijo Nilamón, de 9 años, Hortensia, de 8, y la pequeña Rafaela, de 4. También la mujer de Vicente Bastante, María González Mijas, con cuatro hijos, Consuelo de 6 años, Rosario, de 3, Vicente, de 2 y Juan, con 4 meses. La mujer de Rafael, Francisca, y «la Romera» eran muy buenas amigas y acabaron vendiendo telas por los pueblos que compraban en Sevilla, motivada la segunda por la primera. La mujer de Germán Pérez Expósito, Manuela Alinfinger Villegas, de 32 años enfermó y sus hijos, Alfonso, de 10 años, Susana, de 7, Antonio, de 4, y Germán, de 1, fueron repartidos entre familiares, de las demás poco se sabe. Todas ellas sufrieron las consecuencias del asesinato de sus respectivos esposos, todos sus hijos sufrieron el estigma de ser hijos de rojos.
El miedo y el silencio se instalaron en sus vidas y ya nunca pudieron desprenderse de ellos
Al año y medio de las muertes de sus maridos, la mayoría de ellas tuvo que regularizar su situación civil, declarándose viudas y aclarando las causas de fallecimiento, dando por desaparecidos a muchos de ellos, o como el caso de Rosarito, muertos por Aplicación de Bando de Guerra y sentencia de muerte firmada por el delegado de Orden Público de Sevilla, Manuel Díaz Criado. Todavía en 1938 tenían que dar explicaciones y “arreglar papeles”, algo que sólo responde a una crueldad inhumana de los vencedores.
La vida que les tocó, como a miles de personas, como a miles de perdedores no es muy difícil de imaginar. El miedo y el silencio se instalaron en sus vidas y ya nunca pudieron desprenderse de ellos. Fueron muchas las viudas que sobrevivieron a aquella época de terror y convulsión, pero con un coste personal y humano muy elevado. Unas vidas que aún no han tenido el suficiente reconocimiento porque simplemente siguieron viviendo. Al igual que lo han hecho y hacen sus hijos, víctimas directas de ese atropello.
Esa mujer pequeñita, de andares constantes, de pelo canoso, que se enfadaba si le regalabas algo de color, era mi abuela. Murió a los 95 años el 4 de agosto de 2000, sin apenas hablar y convirtiendo lo que ocurrió en 1936 y la muerte de mi abuelo en temas de los que no se podía hablar. Mi abuelo Antonio Ruiz Quiles era tabú, 1936 era como si no hubiera existido en sus vidas, y hablar de política era para ella una condena segura con represalias. Intentó que sus hijos y nietos no tuvieran motivación política alguna. Con sus hijos lo consiguió, no con sus nietos.
A mi abuela Rosario Romero Acuña y a todas esas mujeres de negro que lograron sobrevivir pese a las tristes y trágicas circunstancias.
Comentarios: No hay comentarios