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Página principal > Memoria > Rickie Lee Jones, la buena poesía de la mala vida
2 mayo 2019  |  Por La Giganta Digital

Rickie Lee Jones, la buena poesía de la mala vida

Rickie Lee Jones
En 1964 Rickie Lee Jones tiene diez años y es una niña de pelo largo, muy largo, casi hasta la cintura, y rubio, muy rubio, que lleva (casi) siempre recogido en una cola de caballo. Delgada. Tímida. Inadaptada. Y con mucha, mucha imaginación.

TEXTO: Rafael Calero Palma (escritor y poeta).

No le gusta la escuela. Se aburre cuando va. No siente que estar allí, escuchando a la maestra, sea de utilidad en su vida presente o futura. Está acostumbrada a las carreteras, a deambular de un sitio para otro, a comer cuando algo cae en el plato y a pasar hambre —la mayoría de las veces— cuando las cosas vienen mal dadas. La existencia bohemia que lleva junto a su padre, su madre, sus dos hermanas y su hermano, viviendo siempre a salto de mata, forma parte de su adn, algo tan habitual para esta pequeña aprendiz de hippie libertaria como para otras niñas de su edad asistir a la iglesia el domingo en compañía de su familia a escuchar atentamente al sacerdote hablando de paraísos y de infiernos.

En 1964 Rickie Lee Jones está aún muy lejos del rocanrol, del jazz, del blues, de los estudios de grabación, de las guitarras acústicas con cuerdas de nailon, de las guitarras eléctricas, de los contrabajos, de las canciones desnudas e hirientes que hacen llorar a los que las escuchan por primera vez, de los versos beatniks y del dinero fácil, del éxito masivo, de ser una estrella en el firmamento pop, de su voz saliendo de una radio en una pizzería de Phoenix, Arizona, a las tantas de la noche de un sábado cualquiera, cuando el verano ya está a la vuelta de la esquina, de los conciertos improvisados en la acera de cualquier calle del centro de Los Ángeles donde puede ganarse honradamente unos billetes que le permitan matar el hambre, del escenario mítico y mágico del Trobadour, cuando ya intuye que el sueño se va a hacer realidad.

En 1964 Rickie Lee Jones aún no es Rickie Lee Jones. O mejor dicho, no es esa Rickie Lee Jones, la que yo imagino cuando pienso en ella, la que saldrá en la portada de su primer disco (que se llama como ella misma, o sea Rickie Lee Jones) con su boina roja y su belleza nórdica deslumbrante, sosteniendo un cigarrillo a medio fumar entre los labios pintados de rojo, la mujer que en 1977, el año de la explosión punk, conocerá a Tom Waits y compartirá con él la noche, los cigarrillos, la velocidad, el alcohol, el amor, el sexo; la que baila bajo las estrellas, descalza, con los zapatos rojos de tacón de aguja en la mano derecha, por el Bulevar Santa Mónica, mientras tararea una canción de West Side Story o de Cole Porter.

En 1964 Rickie Lee Jones aún no es una alcohólica nocturna y noctámbula como recién salida de un relato de Bukowski, ni una drogadicta empedernida adicta al ácido, a la heroína, a la coca, que bordea la senda oscura de la autodestrucción a cada paso que da, ni aspira a romper los convencionalismos de una sociedad con la que no se siente a gusto, ni camina a tientas por la oscuridad buscando una rendija psicodélica por la que escapar. En 1964 aún quedan muy lejos las curas de desintoxicación, los síndromes de abstinencia, el dolor en los huesos y el frío en la piel, muy, muy lejos aún la buena poesía de la mala vida en blanco y negro.

En 1964 nada de esto ha ocurrido aún en la vida de Rickie Lee Jones. Porque en 1964 Rickie Lee Jones es una niña de diez años, fantasiosa y solitaria, a veces triste y otras veces, alegre, que juega con sus hermanos y se pelea con ellos, y viaja por carreteras polvorientas en una destartalada furgoneta con su viejo y su vieja, y tal vez, aunque esto es algo que no se puede afirmar con seguridad, sea en esos días lejanos de 1964 cuando la pequeña Rickie Lee Jones empiece a soñar con llegar a ser una de las cantautoras más personales, melancólicas, salvajes, sensuales, dramáticas, poderosas, agridulces de la música americana contemporánea.

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