Cuando era pequeña leía todo lo que caía en mis manos. Literalmente, todo. Y no hacía ningún tipo de clasificación de si lo que leía era escrito por un hombre o una mujer. Me gustaba o no. Simplemente. Pero valoraba, seguramente de manera inconsciente, si eran protagonistas o heroínas las que estaban al frente del relato. Y, si era una escritora, me hacía pensar que yo, algún día, también podría imprimir mi nombre en un libro. Como nunca me canso de decir, lo que no se ve no existe. Pero lo que existe, en este caso que una mujer escriba, entretenga, cuente sus cuitas o venturas, provoca(ba) inspiración.
Os aseguro que, en aquel entonces, no entendía el por qué las mujeres, en muchos momentos de la historia, tenían que firmar a través de pseudónimos para que les publicaran. Fernán Caballero era la más conocida. Detrás estaba Cecilia Böhl de Faber… Hubiera pagado porque fuera mío. Pero digamos que comencé a pensar en la posibilidad de firmar de otra manera gracias a aquella escritora hispanoalemana, sin entender todavía muy bien la dimensión de renunciar a algo tan esencial como es el nombre propio. Y pensaba, pensaba en otras opciones detrás de las que poder esconderme en clandestinidad. Y todas ellas eran otros nombres… de mujer. Jamás se me ocurrió que tuviera que transmutarme, ni siquiera nominal o ficticiamente, en un señor.
Ahora que el nombre de Carmen está tan de moda, pienso en mis ‘Cármenes’ literarias de aquel momento. Carmen Martín Gaite o Carmen Laforet, fueron son y serán diosas del Olimpo literario de una España chamuscada de tantos golpes patrios. Ellas, con nombre propio, abrieron camino en muchos sentidos y tuvieron que renunciar a todo por no abandonar su esencia. ¿Había que divorciarse aunque el divorcio no fuera legal y tuvieran que luchar por la custodia de un hijo? Pues se hacía. ¿Había que olvidarse de tener marido en una sociedad machista, clasista y católica? Sea. ¿Había que soportar esa mirada y trato condescendiente de, pobres, “juegan a ser escritoras” cuando su lugar es en casa y a la sombra del marido? Pues hagámoslo.
Ana María Matute, Zenobia Camprubí (a la sombra del encumbrado Juan Ramón Jiménez) y tantas otras mujeres de posguerra que se diluyen entre los dedos del olvido eran mujeres sí, pero como maldijera Pío Baroja, a él no se le iba a vincular “a tontas ni a locas”.
Hay tantas, tantísimas mujeres a lo largo de la (mi) historia -Simone de Beauvoir, Irene Némirovsky, Alejandra Pizarnik, Silvia Plath…- con vidas titánicas y obras grandiosas ninguneadas por el mainstreaming de cada momento que, desde luego, me parece una broma escatológica, propia de esta, nuestra España, que tres señoros, con todo el derecho a inventar, difundir, publicar y esconderse por diversión detrás de un título, lo hayan hecho con un nombre de mujer. Y claro, Carmen Mola, otrora mujer de 48 años escondida de la luz porque qué pensarían las personas que la conocen de sus gustos macabros, ni en su esencia ficticia y prudente actúa como tal: “¿Hemos ganadado el Planeta? Pues, coño, aquí ya se acabó el misterio: henos aquí a tres guionistas que, con un nombre que mola, y mucho, os la hemos colado hasta el tuétano”. Y ahora que nadie proteste, porque quien ‘nos’ haya leído y repetido compró el invento…
La gran Virginia Wolf ya lo escribía: “En la mayor parte de la historia, Anónimo era una mujer”. Qué ironía que, en época de pospandemia y posverdad, ser mujer sea lo que mole… Para lo que conviene.
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