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13 julio 2018  |  Por La Giganta Digital

Piedras

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El día 28 de marzo de 1941 Virginia Woolf, pensadora, escritora, feminista, izquierdista, pacifista, se levantó y decidió poner fin a su vida. El escritor Rafael Calero Palma ha escrito este relato donde se cuentan las últimas horas de vida de la autora de Al faro, incluido en su libro El llanto, la sangre, el fuego (Editorial Alhulia, 2012).

TEXTO: Rafael Calero (escritor y poeta). / ILUSTRACIÓN: Andrea Gestal González.

Al despertar se dio cuenta de que seguía lloviendo. No demasiado fuerte, pero sí de manera continua. En realidad llevaba lloviendo más de una semana. Era una lluvia fina, casi imperceptible, una lluvia de esas que se cuelan en tu interior y te empapan de tristeza, calándote hasta el mismísimo tuétano de los huesos. Así es como se sintió la mañana del veintiocho de marzo de 1941. Además de la lluvia estaba el frío. Para ella el frío era mucho peor que la lluvia. Nunca había sido capaz de acostumbrarse al frío, y la verdad era que todavía el tiempo resultaba bastante frío, a pesar de que ya hacía una semana que era primavera. Pero ese detalle en esta parte de Inglaterra tenía poca importancia.

Miró por la ventana y el paisaje que vio le recordó un cuadro de Turner. Quizás fuese el color del cielo o los tonos grises de la vereda que llevaba hasta Monk’s House. Lo podía ver perfectamente en su imaginación, hasta el más mínimo detalle, pero no recordaba cómo se llamaba. A veces le ocurrían ese tipo de cosas. Da igual, pensó. Qué importancia puede tener eso ahora.

En aquella casa había vivido momentos de verdadera felicidad. Tenía que admitirlo. Y allí había escrito la mayor parte de su obra: nueve novelas, un número indeterminado de relatos cortos —ni ella misma era capaz de precisarlo, sin temor a equivocarse— e incontables ensayos, reseñas literarias y conferencias. Todos aquellos libros que, según se decía, habían revolucionado la literatura británica y europea: Al faro, Las olas, Orlando, La señora Daloway, El cuarto de Jacob. Prácticamente todos ellos habían sido concebidos entre aquellas viejas paredes de piedra, en aquella casa de campo que Leonard y ella habían adquirido en el ya lejano verano de 1919.

El condado de Sussex, en el sur del país, les pareció el sitio ideal para pasar largas temporadas descansando del trasiego, de la velocidad y de la locura de la vida londinense. Desde que acabara la Primera Guerra Mundial, la vida se había vuelto terriblemente ruidosa. Y si había algo que ella no podía soportar era el ruido. Además, como estaba tan cerca del río Ouse, podrían dar frecuentes paseos cerca de su orilla, admirando los árboles y disfrutando el aroma de las flores silvestres. Ambos creyeron que esto ayudaría a mitigar las terribles depresiones en las que se veía sumida tan continuamente.

Mientras se vestía, oyó débilmente la voz de Leonard que hablaba en la cocina con la única criada que les quedaba. Desde hacía unos años no se podían permitir un servicio más numeroso, pues los salarios se habían puesto por las nubes y, la editorial que el matrimonio regentaba, Hogarth Press, les procuraba beneficios, eso era innegable, pero estaba claro que si a estas alturas no habían conseguido hacerse millonarios editando libros, nunca lo conseguirían. Así que sólo tenían una vieja criada que vivía con ellos desde no se sabía cuándo.

«El condado de Sussex, en el sur del país, les pareció el sitio ideal para pasar largas temporadas descansando del trasiego, de la velocidad y de la locura de la vida londinense»

Siguió escuchando el murmullo de las voces de las dos personas, pero no pudo distinguir qué estaban diciendo. Solo le parecieron sonidos incoherentes, carentes de significado. Era como si hablasen un idioma desconocido, o mejor aún, pensó, un idioma que ni siquiera estuviera inventado.

Su estancia en el campo se prolongaba desde hacía unos cuantos meses. Desde el comienzo de la guerra, para ser exactos, pues su domicilio habitual en Tavistock Square, en Richmond, al suroeste de Londres, había sido destruido por las bombas alemanas. Y estaba claro que seguirían allí mientras que el ejército nazi continuara con aquellos terribles bombardeos sobre Londres. Ese malnacido de Hitler se había propuesto devastar el continente europeo y parecía indudable que, de seguir así las cosas, lo conseguiría en un breve espacio de tiempo.

Bajó las escaleras muy lentamente, pues se sentía terriblemente fatigada. Últimamente no dormía bien, le costaba bastante conciliar el sueño y, cuando lo hacía, despertaba con cualquier ruido, por leve que este fuese.

—Buenos días, querida —dijo Leonard, acercándose a ella y besándola ligeramente en la mejilla derecha—. ¿Cómo te sientes esta mañana? ¿Has descansado bien?

—No demasiado bien —respondió ella lacónicamente—. Esta maldita jaqueca está acabando conmigo. Cada día me cuesta más soportarlo. Y además, no hay nada que me alivie. No sé qué voy a hacer.

—¿Te sirvo una taza de té?, —preguntó el hombre mientras sostenía en su mano derecha una humeante tetera de porcelana blanca ribeteada de flores azules y rojas.

—Sí, por favor. Con unas gotas de limón. No le pongas azúcar.

Leonard le alargó la taza. Luego se sentó a leer el periódico de la mañana junto a la chimenea.

Conocía a Leonard desde hacía cuarenta años, exactamente desde principios de siglo. Aún recordaba con nitidez la primera vez que lo vio. Su hermano Thoby le habló de un chico al que acababa de conocer, un tal Leo Woolf. Le dijo que vendría a la próxima reunión que mantuvieran en la casa de Gordon Square, en el barrio bohemio de Bloomsbury. Solían reunirse allí todos los jueves por la noche un grupo de amigos a beber güisqui, charlar sobre literatura y filosofía o, como hicieran en cierta ocasión, intentar escribir una novela colectiva entre todos los personajes que deambulaban por aquella casa de locos.

Desde aquella primera visita, Leonard le pareció un chico muy apuesto, bastante alto y muy delgado, con unos profundos ojos azules, y ante todo, culto e inteligente. Para ella eso era lo verdaderamente importante. Había pasado siete años trabajando en el Servicio Civil Colonial, no obstante había regresado a Gran Bretaña, asqueado por la política exterior británica y se había afiliado al Partido Laborista.

«Junto a Leonard había pasado los mejores momentos de su vida. Recordaba como si hubiese sido el día anterior el segundo exacto que Leonard eligió para confesarle que estaba profundamente enamorado de ella»

Algunos de los amigos que frecuentaban aquella casa ya habían muerto, como el pobre Litton —qué buenos ratos le había hecho pasar con sus extravagancias y sus locuras—, y otros habían dejado el país para vivir en sitios lejanos y exóticos, como la India, Sudáfrica o España.

Junto a Leonard había pasado los mejores momentos de su vida. Recordaba como si hubiese sido el día anterior el segundo exacto que Leonard eligió para confesarle que estaba profundamente enamorado de ella. Era el mes de enero de 1912. Qué feliz se había sentido cuando Leo le pidió que se casara con él. Y ella no lo dudó ni un segundo. Los mejores meses de su vida fueron, probablemente, los de la luna de miel. España en septiembre era un lugar maravilloso. Qué placer les produjo a ambos pasear por las calles milenarias de la ciudad de Toledo, contemplar las obras de arte del Museo del Prado o perderse en el anonimato entre la multitud que deambulaba por Las Ramblas de Barcelona.

¡Y qué podía decir de su ayuda incondicional! Él siempre le había mostrado su apoyo a la hora de escribir. Gracias a él había empezado su primera novela y, cuando se veía a sí misma como una pésima escritora —hecho que ocurría con más frecuencia de la que hubiese deseado—, allí estaba Leonard para hacerla desistir de tan absurda idea. A veces pensaba que si ella se dedicaba a la literatura de manera profesional, en parte se lo debía a Leonard.

—Llevará años reconstruir Londres.

La frase de Leo la devolvió traumáticamente al presente. Para dos pacifistas militantes como ellos, la situación política europea era desquiciada. La guerra era lo peor que podía haber ocurrido. Pero también era cierto que los países democráticos tenían que hacer algo si querían detener el fascismo. Ya habían visto las consecuencias de la no-intervención en la guerra de España, tan sólo un par de años antes. Y si la fuerza conjunta de británicos y franceses no era capaz de detener a aquellos malditos bastardos, pronto toda Europa se vería dominada por la locura de Hitler y Mussolini.

Tanto Leo como ella misma se sentían terriblemente deprimidos. Hasta tal punto alcanzaban sus miedos, los de ambos, que habían planeado un suicidio conjunto, inhalando los gases tóxicos que despedía el coche. No obstante, esta no les parecía la forma idónea de llegar hasta el final, así que ella misma había pedido a su hermano Adrian que les consiguiese una dosis de morfina lo suficientemente grande como para dormir eternamente a dos personas adultas. Era algo que les rondaba la cabeza desde hacía meses, pero nunca se atrevían a dar el paso definitivo.

—¿En qué piensas?, preguntó Leo.

—En nada —fue la única respuesta que se le ocurrió.

—¿Qué te preocupa? No tengas miedo, puedes contármelo —insistió él, mirándola directamente a los ojos.

—De verdad que no hay nada. Es solo la lluvia, que me entristece un poco más de lo habitual.

Sorbió lentamente su taza de té y dejó que su mirada azul se perdiera en el rojo resplandor de la chimenea. Le gustaba mirar el fuego. Era una sensación agradable, sentarse frente a las llamas y dejar que su mente se perdiera por vericuetos imposibles.

Una miríada de imágenes se proyectó en su interior. Veía a su padre trabajando en su despacho. O hablando solo. Pobrecillo, un hombre de su talento e inteligencia, y cómo acabó. Hablando solo por los pasillos. A su padre le debía la pasión por los libros y la cultura. Él se la inculcó siendo aún muy niña. Desde pequeña le abrió de par en par las puertas de su biblioteca. Allí encontró a todos los grandes autores británicos: sir Walter Scott, Dickens, Thackeray —que había sido el suegro de su padre—, George Eliot. Y también los clásicos latinos y griegos: Platón, Virgilio y sobre todo, Esquilo y Eurípides, que desde el principio le hicieron preferir la literatura sobre todas las demás artes.

«Era tres años mayor que ella, pero durante toda su vida se había sentido tan protegida por su hermana que, en realidad, Vanessa parecía su propia madre»

De todos los hermanos que había tenido —tres de padre y madre, uno solo de padre y tres, de madre— su favorita había sido siempre Vanessa. Era tres años mayor que ella, pero durante toda su vida se había sentido tan protegida por su hermana que, en realidad, Vanessa parecía su propia madre. La estaba viendo ahora, en su estudio de pintura, donde uno se mareaba con solo asomar la nariz por la puerta. Vanessa se había encargado de las portadas de sus libros. ¡Tenía tantísimo talento! La que más le gustaba era la que había hecho para Las olas. Sí, definitivamente, aquella era la que más le gustaba.

De repente su mente la llevó de nuevo a España. Una vez, — ¿1922, o había sido un año más tarde?—, no podía precisar con exactitud el año, visitó junto con su esposo y otras personas a su amigo Gerald, que se había ido a pasar una temporada a una pequeña aldea en las montañas de Granada. Lo que si recordaba muy bien era que había sido durante un mes de marzo. Y lo recordaba con tanta claridad porque el paisaje le pareció de una hermosura tan intensa como no había visto en su vida. No obstante, no podía soportar el calor intenso del sur, ni el polvo, ni las incomodidades que encontró en aquel pequeño pueblo del que ahora no era capaz de recordar el nombre. De lo que si se acordaba con claridad era de las discusiones literarias con Gerald. ¡Con cuánta vehemencia defendía la calidad artística de Ulisses! ¡Y cómo atacaba a Conrad, a Thackeray, a Scott! Ella, a Joyce, nunca lo había respetado como escritor. Le parecía tan aburrido, con toda aquella palabrería vacía y estúpida. Por eso no quiso publicar la obra en su editorial. Porque era muy aburrido. Sólo por eso.

El gran amor de su vida había sido Leonard. Y sin embargo, no podía negar que había amado a otras personas. Violet. Violet Dickinson. Hubo un tiempo en que hubiese dado cualquier cosa porque el amor que sentía por ella hubiese sido correspondido. ¿Desde cuándo no se habían visto? Hacía tanto ya. Ahora se avergonzaba de aquellas cartas rebosantes de ternura que le solía escribir. Pero en aquellos días lejanos de principios de siglo, le resultaban tan necesarias como el agua que bebía o la comida que tomaba para seguir viviendo. La había conocido en una fiesta. Era amiga de alguno de sus hermanos —de George y Gerald, probablemente— y nada más verla, cayó fascinada por su arrolladora personalidad. Si es que ella era una niña, no debía tener más de veinte años, y Violet le doblaba la edad. ¡Y sabía tanto del mundo y de las personas! Algunos de los días más felices de su vida los había pasado junto a Violet, por ejemplo, cuando, tras la muerte de su padre, se trasladó a casa de su amiga, presa de una terrible crisis nerviosa, o durante aquel viaje a Grecia en el que enfermó Thoby. Y luego le pidió que colaborara con sus artículos en aquel suplemento femenino que editaba el diario The Gurdian. Qué extraño. Todas las personas importantes de su vida habían puesto su pequeño granito de arena para que ella se dedicara a la literatura: Leo, su padre, Vanessa, Violet. Sí, todos ellos la habían empujado, de una u otra manera, a que fuese escritora.

«El gran amor de su vida había sido Leonard. Y sin embargo, no podía negar que había amado a otras personas»

Se dio cuenta de que apenas había probado su taza de té. ¡Le apetecía tan poco tomar nada! ¡Era tan aburrido tener que alimentarse para seguir viviendo en un mundo que se derrumbaba segundo a segundo!

Sin decir ni una palabra, abandonó la estancia. Subió a su cuarto y se sentó ante su escritorio. Sacó una pluma y papel y empezó a escribir una larga carta para Vanessa. En ella recordaba la niñez, la figura de su padre, la de su madre —qué hermosa la veía ahora paseando por el jardín— y le pedía que no la juzgara con demasiada severidad. Luego escribió otra para Leo. Le daba las gracias por haber estado a su lado, por haber compartido una gran parte de su vida con ella. Por haberla amado y por haber sido el receptor de su amor.

 

Se levantó de su asiento y se dirigió hacia la ventana. Vio que había dejado de llover. Fue hasta el armario y cogió su abrigo gris. Se lo puso. Decidió salir a dar un paseo por los alrededores, aprovechando que ya no llovía. Bajó por el sendero que llevaba hasta el río. Iba tarareando una melodía que ni siquiera recordaba haber escuchado. Al llegar a la orilla del rio Ouse, que bajaba bastante crecido, vio un montón de piedras que alguien había apilado para llevar a cabo unas reparaciones en las murallas de la finca colindante. Se acercó y se llenó los bolsillos con las más grandes que encontró. Empezó a caminar hacia el río, adentrándose en sus sucias aguas y en un gesto de extrema fatiga, reflexionó: Bueno, ya está, he tenido mi visión.

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