Fui una de las hijas de clase obrera, becada, que ingresó en masa en la Universidad. En la Facultad lo primero que nos enseñaron es que no íbamos a ser estrellas, no existía la objetividad y ya era evidente que habría más futuros y futuras periodistas que trabajo digno. A pesar de todo, me las ingenié para trabajar ‘en lo mío’ desde entonces. En el sector privado, en negro muchas veces, como colaboradora, con contratos sin correspondencia con la categoría profesional, una etapa en el sector público, cortada por los recortes y vuelta a empezar.
Soy periodista y trabajadora precaria, en un gremio que por lo general pasa por encima de la conciencia de clase y no suele hablar de sus condiciones a la baja en los medios en los que sí trata el resto de temas de la agenda oficial. A lo largo del tiempo he ido cuestionando grandes dogmas como la objetividad suprema, y también esa agenda tan cuadriculada donde las mujeres estaban encasilladas como víctimas, en sucesos, y los cuidados no contaban para las páginas salmón de la economía de las cifras y no de las personas. Y siguen sin contar. Creo no engañar a nadie cuando cuento mi punto de partida, que incluye, entre otras cosas, ser mujer, precaria y contestona. También un punto nostálgica. Al igual que cuestiono, rescato cosas que el periodismo nunca debió perder. Creo que hay mucho de ese cóctel en ‘La Giganta’, una revista que me da la oportunidad de seguir cuestionándolo todo, me permite contar algunas cosas que pasan en mi ciudad, tan amada como poliédrica. Y lo hago además acompañada de la mejor de las colegas. Para que luego digan que las mujeres solo competimos entre nosotras. Salud.
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