Todo empezó con la publicación, hace casi una semana, de una noticia en algunos medios: ‘Precintada una guardería ilegal con 12 niños dentro en el centro de Sevilla’, ‘La policía clausura una guardería en la plaza del Pumarejo’. Poco a poco, la versión de las familias implicadas ha dado paso a otros titulares: ‘Estamos abandonados por la Administración y encima nos tachan de delincuentes’, ‘¿Guardería ilegal o irrupción de la policía local en un hogar familiar?’, ‘La guardería ilegal de Sevilla sería en realidad un turno entre padres para cuidar a los hijos en horas de trabajo’, ‘Denunciados por conciliar: por qué los niños son los grandes olvidados de la pandemia’. Del ámbito punitivo y legal, al ámbito de los cuidados y las dificultades cotidianas, agravadas por la pandemia, para conciliar vida laboral y familiar. Unas dificultades en las que se han visto reflejadas muchas mujeres y que en el caso de madres monomarentales trabajadoras y con pocos recursos, se convierte en una batalla permanente por sobrevivir sin morir en el intento. Cuatro testimonios en primera persona, brutalmente honestos, de otras tantas madres, nos lo muestran.
VF: Dejadnos hacer tribu
Soy una irresponsable, una mala madre, una insolidaria… y no soy delincuente o terrorista porque no me han pillado, si no, así me hubiese calificado el sistema. Este sistema empeñado en que cumplamos una serie de reglas imposibles, mientras no ofrece las herramientas necesarias para poder cumplir o sobrevivir.
¿Cuánto tendría que haber pagado en multas si me hubiesen pillado? ¿Cuánto miedo he pasado, cuánto temor a que me parase un policía?
El confinamiento ha tenido sus fases. El primer mazazo fue quedarnos sin guardería. Tengo gemelos de 30 meses, la familia está lejos y el distanciamiento social nos impedía en esos primeros momentos poder encontrarnos. Tuve que romper reglas. Salí a hacer algunos trabajos (sin contrato y por lo tanto sin papel o justificante para entregar). Tuve que dejar a los niños con mi vecina (a la que debo agradecer que rompiese otra regla y que aceptara tenerlos en su casa).
El tiempo, las prisas, las condiciones reales de la situación… me han impedido seguir otra serie de reglas higiénicas: en estos tres meses no he limpiado ni una sola vez el pomo de la puerta, los interruptores de la luz, la suela de los zapatos, la compra que traía del super… lo máximo que he podido asumir es el lavado de manos y aumentar el número de lavadoras, que ya era grande, y ver cómo disminuía de manera desorbitada el detergente y el suavizante. Otra compra extra. Otro miedo al que he hecho caso omiso para no volverme loca. Voy a traer la enfermedad a casa, todo está contaminado, primero tengo que limpiar y luego desinfectar, es imposible, apenas soy capaz de tener la comida y las cuatro urgencias que surgen al día a tiempo.
No puedo permitirme sentirme mal, ni culpable, ni agobiada, ni hipocondríaca, porque tengo que superar el día a día con dos pequeños seres.
Una vez que hemos podido salir, he sentido algo más de libertad, pero también aumentaron los miedos. Los niños no podían tocar nada, los columpios precintados, y ellos venga a romper la cinta de seguridad e intentar subirse al tobogán.
Me he resignado a aparcar mi vida hasta octubre y ni siquiera hacer un intento de buscar trabajo. ¿Para qué? ¿Con quién dejo a los niños? El teletrabajo lo veo inasumible, todas esas mujeres que lo realizan día a día me parecen heroínas, pero sé que para conseguirlo se están dejando la vida y están aparcando a sus hijos en el sofá frente a la pantalla. No hay otro remedio. ¿O sí?
La idea de organizarme con otras madres siempre ha estado ahí. Lo hemos hablado varias veces, somos amigas, nuestros hijos van juntos al cole o se veían a diario en el parque, somos tribu. Y como tribu y siempre respetando en la medida de lo posible las reglas de las fases, hemos hablado de rotarnos para cuidar a los niños y tener algunas horas libres al día para poder trabajar, ir a comprar solas y hacer miles de tareas varias. Algunas familias se han organizado, han pillado a algunas y de repente parece que estamos en el punto de mira.
Encaje de bolillo es poco. Organizarse en este estado de alarma es complejo, muy complejo y hay muchas realidades que se escapan a la comprensión no solo del sistema sino de la sociedad.
El debate podría quedarse en ¿qué hacemos con nuestros hijos? Y otra vez parecen un sujeto pasivo, un saco de patatas que intentamos aparcar en cualquier lado para poder continuar con la vida, para sobrevivir, porque trabajar no es un antojo, aunque sí un lujo, trabajar es una manera de conseguir comida, pagar el alquiler, agua, luz… una forma de conseguir un entorno digno para nuestros hijos e hijas.
Pero eso solo es la parte superficial del debate. El otro debate, más profundo y más complejo, es la pérdida de derechos de la infancia. El derecho a la educación, a jugar, a la igualdad, a la comprensión de la sociedad… Ni se han tenido en cuenta sus derechos ni sus circunstancias, se les ha dejado de lado (y de paso a sus familias) a la hora de volver a la “nueva normalidad”. Ellos y ellas siguen sin poder ver a sus amigos, sin deslizarse por los toboganes, sin ir a la guardería o al colegio, sin ser escuchados o tenidos en cuenta mientras los adultos van poco a poco paliando sus carencias y necesidades de consumismo. Todo va bien mientras podamos sentarnos en una terraza con una caña en la mano mientras comentamos noticias, novedades, curiosidades…
‘¿Te has enterado de que han desmantelado una guardería ilegal en el Pumarejo?’
Vivimos en una selva, una selva de asfalto, una selva que impide tener una vida natural, de cuidados, de red… y en una selva es imprescindible tener tribu para sobrevivir. Dejadnos hacer tribu o seréis complices del verdadero terrorismo que nos irá matando: el terrorismo del sistema.
VN: Mamá monomarental, trabajadora y que intenta salir adelante como puede
Parece que lo estamos haciendo mal, o al menos así le parece a la Administración y algún que otro ‘policía de balcón’ (que nos pueden recordar a aquellos ‘chivatos’ de hace unas décadas) en estos tiempos que corren de pandemia. Desde la llegada del COVID-19 nos hemos visto (más que nunca) en la necesidad de organizarnos. Una necesidad marcada por los ritmos de la vida. Una necesidad marcada por la falta de cuidados desde la Administración. Sí, nos estamos autoorganizando a través del apoyo mutuo, y lo hacemos porque no queda otra. Lo hacemos porque si queremos salir ‘adelante’, o lo hacemos nosotras y lo hacemos así, o nadie lo hará. Con el ‘nadie’ me refiero a la Administración, ya que los cuidados están muy lejos de su agenda política.
Y lo que estamos ‘haciendo mal’ no es otra cosa que intentar que nuestra vida siga, intentar poder seguir trabajando (teletrabajando), intentar tener la nevera medio llena, intentar poder seguir criando… y que no se nos vaya la vida en ello. En este intentar no hay espacio para el ocio, ni para el disfrute…
En estos meses de pandemia, fases y desescalada hemos hecho piruetas para poder llevar todo para adelante y el ‘salto mortal’ ha sido: ¿Qué hacemos con nuestras hijas e hijos? Al principio, cada una ha intentado dar el salto como ha podido, pero el día a día nos ha enseñado que entre unas cuantas es más fácil salir. Hoy me quedo yo con tus niñas, mañana te quedas tú y así yo puedo estar en la reunión de trabajo y comprar algunas cosas… ese proceso de apoyo mutuo ha ido creciendo y creciendo y cada vez somos más madres y padres las que no estamos organizando a través (por llamarlo de alguna forma) de escuelas caseras. Sin ellas no sé si hubiera muerto de COVID-19, pero de agotamiento seguro que sí.
Querida Administración, yo me cuido porque tú no me cuidas. Esta lucha acaba de empezar y yo no me bajo de ella y, como yo, hay miles. Y otra cosa, querida Administración, será que te da miedo que este proceso de autocuidado y apoyo mutuo nos está dando poder.
Joaquina Torres: Hay un desprecio hacia las formas de vida basadas en los vínculos y los cuidados
Las mujeres llevamos desde siempre, como si fuera un castigo o maldición, el trabajo de los cuidados, la reproducción social y la sostenibilidad de la vida en todas sus formas. Ahora mismo con la crisis del COVID-19, se le suma el teletrabajo, la reproducción social, las clases a nuestros hijos e hijas, la crianza, los cuidados, la compra, la cocina, la comida, etc.
Labor inagotable que deja nuestros cuerpos extenuados de tanto cansancio y agotamiento físico y emocional. Produciendo sentimientos de tristeza y frustración, de sentirnos atrapadas y no encontrar la salida. Esta crisis y su aliado el patriarcado, una vez más, nos han tendido una trampa, echándonos encima el mundo y su permanencia. Sin respiro para el tiempo propio, el descanso, un sueño reparador, explotadas y desposeídas, sin poder aspirar una vez más a la igualdad y el desarrollo personal.
Junto a estas emociones aparecen la angustia e incertidumbre al reconocer nuestra fragilidad, la precarización y escasez en nuestras vida, con el advenimiento de una ‘nueva normalidad’ que amenaza nuestra autonomía y derechos.
Es por ello que rechazamos el ejercicio grandilocuente y fanfarrón de perseguir y criminalizar toda iniciativa social, surgida como una forma autogestiva de la vida y los cuidados, frente a la incapacidad del Estado de brindarnos esa seguridad y opción para continuar con nuestros trabajos, sin recursos oficiales que respondan a esta necesidad laboral.
Creemos que la Administración una vez más muestra su ineficacia frente a las problemáticas y necesidades más urgentes de la población. Lo que supone una ausencia de gestión y respuesta real, de la vuelta al trabajo de las mujeres con salarios precarios, con o sin contratos. Percibiendo como un desafío cualquier alternativa comunitaria vital, al ser capaces de generar repuestas autónomas y autogestivas, ya que esto representa construir el poderío ciudadano desde abajo, al plantear soluciones inteligentes y colectivas.
Su tendencia política es la privatización de todo, la sanidad, la educación, las residencias de ancianos, guarderías, etc., favoreciendo con esto, que la gestión de los servicios, públicos, se conviertan en un negocio lucrativo y no una opción democrática donde las mujeres tengamos acceso a estos servicios como derecho.
Creemos que hay un desprecio hacia las formas de vida amorosas, cercanas, basadas en los vínculos y los cuidados. Es negar esa capacidad que tenemos las mujeres de resolvernos la vida, rompiendo con la biopolítica sobre nuestros cuerpos y libertad. Al no haber respuesta de la Administración, las familias nos las ingeniamos para que nuestros hijos e hijas sean cuidados, no perder el empleo y sostener nuestras vidas desde los márgenes.
AM: La sororidad es nuestra suerte
Mi hija, alumna brillante de 10 años, cuando dejó de ir al cole el 13 de marzo, pasó de ser la compañera de altas capacidades, creativa y vital, a la que recurrían sus amigos y amigas y en la que sus maestras se apoyaban para motivar a sus iguales, a perderse en la brecha digital y convertirse en una niña miedosa, insegura e inestable cuando del colegio se trataba.
Su realidad había cambiado brutalmente de la noche a la mañana. Un mail por cada asignatura nos decía que debía enviar tareas por la aplicación Classrom, previa impresora y después de hacer fotos, enviar el trabajo. Fue lidiando tibiamente con esta esquizofrenia y yo con ella… lo peor llegó cuando la invitaron a participar en las clases online. La cara de mi niña fue tornando del terror al llanto y sintió vergüenza por no poder responder a lo que se le estaba pidiendo. Ella, tan responsable. Nuestro caduco ordenador sin cámara la dejó fuera una vez más del sistema. ¿Por qué una criatura de 10 años puede sentir tanto dolor con la sola idea de una vídeollamada grupal? ¿Quién puede hacer deberes si vienes de ‘las colas del hambre’ con tu madre, lo que te ocupa toda la mañana mientras que el sistema te dice que esto es lo normal? O ves cómo tu madre llama al 010 cada día y a veces también de noche, pidiendo ayuda, y pasan las semanas y no hay respuesta.
Os cuento algo que me atraviesa el pecho: en estos meses he procurado hacerle amable la vida a mi niña. Evitarle los golpes y la amargura de lo que estábamos viviendo. Pero ella escuchaba, mientras jugaba en su cuarto, cada conversación con los servicios sociales, a cada llamada, una vez más había que explicar ‘de la pe a la pa’ toda la historia de nuevo. Ha habido momentos de tensión, conversaciones dolorosas donde las preguntas eran hirientes para alguien en situación vulnerable. Ella me ha visto romperme en llanto preguntando por qué la ayuda no llega y también vino conmigo a la puerta de la UTS del barrio cuando el Ayuntamiento retiró el día 1 de junio el servicio que venía prestando telefónico de atención a la ciudadanía y nos dejó desde entonces a cientos de familias literalmente tiradas sin poder contactar con los trabajadores sociales.
Al lado del teléfono tengo una libretita y en las interminables esperas suelo garabatear y también apuntar las fechas de las llamadas que hago, y los nombres de las personas que me atienden, que salvo excepciones son sumamente educadas. Un día vi la letra de mi pequeña que había escrito: “Mamá, un día vas a tener suerte”.
En estos tres meses lo que he recibido del Ayuntamiento, tras hundirnos en la burocracia más atroz, ha sido una bombona de butano y dos tarjetas del Mercadona, al que hemos de ir andando a más de dos kilómetros de casa. Por contra, y no soy la única, nos ha llegado una factura extra del teléfono 010 , pues nadie nos avisó, en medio de una pandemia mundial, que el número al que te dicen que llames de Emergencia del Ayuntamiento no es gratuito.
¿Suerte? Si no hubiera sido por mis amigas, inmensas todas, por la red de apoyo mutuo del colectivo Mujeres Supervivientes que en su solidaridad infinita nos incluyó en su caja de resistencia. Por mi madre, como siempre. Por mi vecina que nos alimenta el cuchareo de cada día. Por el cuidado de la tutora y la psicopedagoga del cole, que fuera de horario y de su propio bolsillo ha hecho que la brecha digital desaparezca. O incluso por esa cajera del Mercadona que sin conocernos de nada le compró aquellos helados a mi hija ya que las tarjetas solo son para productos de primera necesidad. Esa es nuestra gran suerte: la sororidad que rompe con el silencio de las Administraciones y nos hace fuertes frente al olvido y a la invisibilización más desacarnada.
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