A finales del siglo XIX y principios del siglo XX, muchos artistas europeos y norteamericanos fueron cautivados por las influencias venidas de Oriente. A medida que los viajeros y viajeras fueron atravesando Asia, hasta llegar a las islas japonesas, la iconografía oriental se puso de moda, tanto en indumentaria (como los kimonos y las mangas japonesas), objetos y telas, como en el nuevo gusto por el carácter supuestamente sumiso de las mujeres orientales. De pronto, Europa sufrió una fiebre orientalista que fue calando en el arte, teatro y también en la música.
Pintores como Cézanne, Whistler e incluso Van Gogh fueron cautivados por las posibilidades de expresión que encontraron en las formas de Oriente, adaptando elementos en sus composiciones y las técnicas de paisajes y diseños de telas de pinturas japonesas o chinas. Debussy se vio influenciado por la música gamelán de indonesia, a raíz del contacto que mantuvo con la Gamelan Javanese Orquesta, cuya percusión introdujo en sus melodías. Algunos poemas de Walt Whitman incorporaron la filosofía oriental hindú upanishad. También las bailarinas Ruth Saint Denis y la gran Marta Graham crearon la danza moderna con gestos y estructuras espirituales orientales.
Es lógico, en este contexto europeo, que el teatro y la ópera también reflejaran este orientalismo, tanto en sus composiciones como en las temáticas de sus argumentos. Así, el compositor Giacomo Puccini compuso su Madama Butterfly dentro de esta corriente de moda en Francia. Tras Lakmé, de Leo Delibes y Thaïs, de Jules Massenet, o el Nabucco, de Verdi, llegaron las obras de Puccini Turandot, de influencia china, o Madama Butterfly, de influencia japonesa. Mujeres que se cargan de sensibilidad y dulzura, en un momento en que, en Occidente, las mujeres se van volviendo más fuertes, independientes y reivindicativas, gracias al feminismo.
Esta ópera fue compuesta por Giacomo Puccini basándose en el cuento Madame Butterfly, del escritor estadounidense John Luther Longe. Este escritor cabalgó entre los siglos XIX y XX, reflejando en este relato vivencias que su hermana, Jennie Correl, le contó tras su estancia en Japón. Un autor poco conocido que, sin embargo, en su obituario en The New York Times, el 1 de noviembre de 1927, citaba su propia auto definición como “un sentimental y un feminista, orgulloso de serlo”.
Puccini compuso esta obra en 1904 e intentó cargarla de veracidad, para lo cual se documentó acerca de los ritos religiosos y de las costumbres niponas. También estudió las melodías japonesas, para incorporarlas. Además, aprovecha el paso del tiempo de la protagonista para dotarla de diferentes emociones durante la ópera. Así, su protagonista Cio-Cio San, transita entre la candidez e inocencia de sus quince años del principio, hasta la angustia tras el abandono final.
Creo firmemente que, en cada ópera, la historia de las mujeres se escribe con tinta indeleble. Sea cual sea la obra, sea cual sea el papel femenino, los estereotipos se van reforzando. Así, las protagonistas se ven inmersas en historias intensas de vidas, cuyos finales se ven enmarcados, casi siempre, en la tragedia. En este caso, refleja el lugar común reservado a las mujeres del mundo, en relación a la explotación sexual y reproductiva.
La ópera, dividida en tres actos, comienza en su primer acto con un subteniente de la marina americana, Franklin Pinkerton, que se ha quedado prendado de la belleza y fragilidad de una joven geisha, llamada CIo-Cio San, a la que conoció en Nagasaki. Esta joven pertenecía a una buena familia, empobrecida tras las guerras, motivo por el cual terminó convirtiéndose en geisha. Contrariamente a lo que pueda pensarse, las geishas no eran sinónimo de prostitutas. Geisha significa artista, persona sha que domina un arte gei. Cuando Pinkerton se encapricha de la joven Cio-Cio San, no duda en simular un matrimonio para obtener sus favores sexuales. Ella, con tan solo quince años, se enamora del americano y cree que sus intenciones son honorables. Cuando celebran la boda, ella cree firmemente que su amor será para siempre y que se convertía en una ciudadana americana, con los mismos derechos legales que una nativa.

El acto comienza con esta celebración. Por parte del novio solo acude el cónsul llamado Sharpless, un buen hombre que juega un papel importante dentro de la trama de la ópera. Y por parte de la novia acude toda su familia, así como el casamentero Goro, quién propició el matrimonio entre ambos. La familia está contenta, hasta que el tío de la joven Butterfly se entera de que ella, creyéndose americana, ha renunciado a su propia religión budista, para convertirse al cristianismo occidental. En ese momento, su tío Bonzo la maldice por este motivo y obliga a la familia a renegar de ella y abandonar la fiesta. Cio-Cio San se queda sola, con su fiel sirvienta Suzuki, ajena a las verdaderas intenciones de Pinkerton, que solo quiere una aventura fuera de su país, consciente de la facilidad y laxitud de las leyes de divorcio japonesas. El acto acaba con su primera noche de amor, la noche de bodas, plena de amor por parte de ella y de deseo por parte de él, mientras cantan el aria Vogliatemi Bene. La tragedia acaba de nacer.
En el Japón de la época Edo, la que refleja la novela Madama Butterfly, la poligamia era la forma normal de familia. Una mujer principal y varias mujeres secundarias, con un orden de sucesión bastante rígido, en la que primaba el varón sobre la mujer, ya que ellas no contaban con el derecho a heredar, entre las clases altas de la sociedad. Algo que no ocurría entre el campesinado o los comerciantes, donde la mujer sí que tenía un mayor peso en la familia y mayor prestigio. Siguiendo la ideología confuciana, la mujer estaba supeditada al hombre, en todo momento de su vida y bajo cualquier circunstancia. El marido tenía, incluso, la potestad de ejecutarla bajo cualquier sospecha de infidelidad. Además, la pertenencia de clase impedía a las mujeres ocupar trabajos remunerados, por lo que la única salida de estas mujeres de clase alta terminaba siendo la de geisha, en gran parte debida a su gran formación en música, escritura y danza.
En el segundo acto vemos una realidad diferente. Han pasado tres años. Pinkerton se marchó a Estados Unidos poco después de la boda y Cio-Cio San sigue esperando su regreso. Ella continúa creyendo en el amor que les une y canta su gran aria Un bel di Vendremo. La criada, Suzuki, intenta en vano que comprenda que él no va a volver nunca. Goro, el casamentero, intenta convencerla de que vuelva a casarse, esta vez con el príncipe Yamadori, que está enamorado de ella. Desde que Pinkerton no mantiene ya a la joven Cio-Cio San, están pasando necesidades económicas que están a la vista. Han ido vendiendo muebles y enseres y la casa está cada vez más vacía. Viven en la miseria. Solo la fiel Suzuki sigue a su lado, ya que la familia la había abandonado tras su boda.
En ese momento llega el cónsul Sharpless con una carta de Pinkerton en la mano. En ella, el teniente le anuncia su vuelta a Japón. En esa carta anunciaba que viajaba con su esposa. Butterfly comienza a leer la carta y, cuando lee que vuelve a Japón, ya no quiere seguir leyéndola. Sharpless sabe que las intenciones de Pinkerton no son de volver con ella. Por eso, el cónsul intenta que ella acepte el matrimonio que Yamadori le ofrece. Entonces, ella le presenta al pequeño Dolore, el hijo que tuvo poco tiempo después de la marcha de Pinkerton. Sharpless, que no conocía la existencia de este pequeño, promete informar a Pinkerton de la nueva situación. Ella abraza al niño y canta un aria conmovedora Che tua madre dovra, en la que cuenta que, sin un marido y sin dinero, tendrá que pedir dinero en las calles o cantar. Cualquier cosa excepto ese ‘oficio deshonrado’, la prostitución. Canta que, incluso, la muerte
es preferible a ese final. La soledad familiar en la que lleva viviendo todos estos años le ha pasado factura emocional.

Cuando Sharpless se marcha, ella corre, como cada día, a asomarse a la ventana y mirar con un catalejo las banderas de los barcos que se acercan a la ciudad. Esta vez divisa la bandera americana y el nombre del barco que viene, el ‘Abraham Lincoln’. Ella grita y llama a la sirvienta. La emoción del reencuentro le embarga y pide a Suzuki que llene de flores la estancia, como en la noche de bodas. Flores que tapen la pobreza extrema que reflejan las habitaciones. Flores que simulen la primavera en la que Pinkerton, al marcharse, le prometió volver con ella. Así, Suzuki, Dolore y Butterfly esperan despiertos toda la noche la llegada del barco. Al amanecer, Butterfly cae rendida y se duerme. Así, con esta intensidad, acaba este segundo acto del drama operístico.
En realidad, la ópera denuncia ciertas prácticas llevadas a cabo por los occidentales en algunos lugares del mundo, colonizados o con relaciones comerciales. Prácticas que acentuaban la vulnerabilidad de las mujeres. Leyes que consentían matrimonios con niñas, que podían romperse unilateralmente por parte del varón. La prepotencia occidental colonialista, considerando a las otras culturas como inferiores. Por eso, en esta ópera se pueden escuchar retazos de ambos himnos nacionales, reforzando la orquesta el peso dramático y envolviendo los cambios emocionales por los que va pasando nuestra joven protagonista.
El tercer acto comienza con Butterfly dormida. Suzuki se despierta. Llegan Sharpless y el propio Pinkerton, acompañados por la nueva esposa estadounidense, llamada Kate. Cuando Sharpless le contó que tenía un hijo, ambos decidieron quitárselo a Cio-Cio San, para llevárselo a Estados Unidos y criarlo allí. Pinkerton entra en la casa y se fija en cómo está decorada, llena de flores. Allí comprende el gran error que ha cometido con Butterfly y el abandono a la que la había sometido. Mientras él había rehecho su vida en su país con otra mujer, ella seguía enamorada y esperándole. Su cobardía le vence y huye de la casa. Cuando Cio-Cio San despierta, solo están en la casa el cónsul y Kate, que son los encargados de darle la noticia. Ella acepta entregarles el niño con una condición: que Pinkerton se lo pida personalmente. Butterfly parece extrañamente tranquila.
Visto desde nuestra mirada, más de cien años después, nos puede parecer aberrante que un padre, que abandonó a la mujer años atrás, pueda aparecer para quitarle a la madre su pequeño hijo. Pero hay que tener en cuenta que la patria potestad ha sido ejercida en Occidente por los hombres. Una de las primeras reivindicaciones feministas del siglo XIX fue, precisamente, la de la responsabilidad de los hombres en el mantenimiento de los hijos, independientemente del estatus jurídico entre la madre y el padre, y la de regular la potestad para las madres. En Japón, en el siglo XIX, también eran los padres los que ejercían el control absoluto sobre la familia. En este marco formal, no es de extrañar la renuncia que nuestra Cio-Cio San ejerce sobre su pequeño.
La ópera se torna en tragedia cuando Buttefly se despide de la estatua de Buda que conserva, como en un arrepentimiento por su abandono de sus sentimientos religiosos ancestrales. Este amor incondicional que veíamos en el segundo acto, la confianza en su marido, se va tornando en engaño y desesperanza. Pierde su inocencia, se marchitan sus alas de mariposa y pasa a la más profunda angustia. Busca a su hijo y se despide de él. Le tapa los ojos, mientras canta ‘Tu tu piccolo iddio’. El dolor la embarga y no encuentra salida alguna. Así, decide quitarse la vida. Sin su hijo y sin honor no le es posible vivir. Coge la daga de su padre y lee la inscripción: »con honor muere quien ya no puede vivir de manera honorable”. Se lo clava, tambaleando se acerca a su hijo, le besa y muere. En una última aria se despide de la vida, ‘Con onor muore’. Cuando Pinkerton llega, llamándola ¡Butterfly! ¡Butterfly!, ella ya está muerta.

Un trágico final. Un dolor compartido por todas aquellas mujeres que, durante la época de la dictadura franquista, vieron cómo les habían sido robados sus propios hijos e hijas de sus cunas. Toda una trama en la que estuvieron involucradas varias instancias del Estado. Hospitales, médicos, enfermeras, administrativos, gestores de los cementerios y un largo etcétera de personas que colaboraron necesariamente en el robo de bebés. Por supuesto, con instituciones eclesiásticas católicas detrás, que se convirtieron en una mafia que robaba bebés para venderlos y regalarlos a los adeptos al régimen franquista. Familias que, como la mía, se vieron abocados al dolor de una ausencia y una renuncia. Un dolor que permanece, porque las ausencias ocupan un espacio eterno en nuestras vidas. Como la que mi madre vivió hasta el final de su vida. Pero esta es otra historia…
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