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Página principal > Memoria > Lucía y la falsa locura femenina
12 junio 2020  |  Por Nale Ontiveros

Lucía y la falsa locura femenina

Postal-Ricordi-Lucia-di-Lammermoor
A lo largo de la historia, cuando las mujeres no se sometían voluntariamente a los dictámenes sociales de la época, eran sometidas por la fuerza. Y si persistían, se las castigaba con la indiferencia o con el exilio social. Durante el siglo XIX los compositores de óperas fueron ahondando en los clichés femeninos, recuperaron a mujeres independientes y las que envolvieron del estigma de la ¨locura¨ para explicar su ruptura de las normas y desacreditarlas públicamente.

Locas estaban Doña Elvira, de Don Giovanni, Elvira, de L Puritani, Ofelia, de Hamlet, Ana Bolena Margarita, de Mefistófeles, Mónica, de La Medium, Ching Ching, de Nixon en China o nuestra Lucía, de Lucía de Lammemoor, la protagonista que les presento hoy. Pero, ¿fueron, transgresoras o locas? Amor, engaño y locura, es el triángulo que conforma los libretos de todas esas óperas, unidas entre sí para forjar una historia trágica atemporal. La necesaria enajenación mental que justifica los actos de nuestras protagonistas, que llegan a abrazar, incluso, la muerte.

Las mujeres fueron constreñidas durante siglos al espacio del hogar, vetadas del espacio público. Las convirtieron en “ángeles del hogar”, las encerraron entre los muros de casas y conventos, y tiraron al mar las llaves de sus celdas. Algunas de ellas no pudieron aguantar la presión social y se rebelaron de mil formas. Entonces, fueron diagnosticadas por ansiedad, depresión o desórdenes mentales. Finalmente, las que insistían en la rebelión, llegaron hasta ser encerradas en los antiguos sanatorios mentales. A las familias, dueñas de las mujeres solteras hasta que entregaban la tutela a sus maridos, les incomodaban las mujeres no sometidas. Aunque no estuvieran locas, llegarían a estarlo.

Lucía, enamorada

La ópera Lucía de Lammermoor fue compuesta por Gaetano Donizetti con libreto de Salvatore Cammarano, basado en la novela The Brigde of Lammermoor, de Sir Walter Scott. En 1835, el año de su estreno, en Europa nacía una corriente de interés y simpatía por Escocia. Su historia y su cultura, sus guerras de clanes, junto con su mitología y folklore, parecían despertar el romanticismo del momento. La novela de Scott había sido publicada en 1819, y estaba ambientada en las colinas de Lammermuir, en el siglo XVII. Su éxito fue inmediato. Sin embargo, la ópera de Donizetti tuvo que esperar un siglo a ser considerada como una referencia del repertorio operístico estándar.

El ascenso al trono británico de la reina Victoria conllevó una serie de cambios sociales que modificaron el papel social al que estaban sometidas las mujeres británicas de la primera mitad del siglo XIX. A pesar de que fue durante esta época cuando las mujeres obtuvieran algunos derechos, como el derecho a la propiedad privada después del matrimonio, al divorcio o la custodia de sus hijos tras la separación, las mujeres se vieron fuertemente constreñidas a los espacios privados del hogar, controlado el espacio público por los hombres. Todo ello enmarcado en una sociedad que se denominó puritana.

Estas normas sociales de la época victoriana provocaron en las mujeres unos estados de ánimo, una alteración del espíritu que, muy pronto, se denominó locura. Aunque es un término que actualmente no se utiliza científicamente, sí es usado de forma coloquial. Se tacha de locura todo el comportamiento que rompe con las normas establecidas. La autora Phyllis Chesler señala en su libro Mujeres y Locura, varios hechos históricos como origen de la opresión y traumatización femenina en términos sociales y de salud mental: la religión, que demonizaba la sexualidad femenina; la educación de las mujeres, que las impulsaba a anteponer las necesidades de los demás por delante que las suyas propias, forzándolas a la docilidad; y el “amor romántico”, instrumentalizado para la “servidumbre por el amor”. Todo ello envuelto en la heteronormatividad, la cual llegó a penalizar los amores entre personas del mismo sexo. Quizás esta incomprensión desarrolló la ansiedad, los desórdenes mentales y anímicas.

En su Diccionario de filosofía, Voltaire escribe: «Llamamos locura a esa enfermedad de los órganos del cerebro que impide necesariamente a un hombre pensar y actuar como los demás».

La ópera comienza en Escocia, mediados del siglo XIX.  Un intruso es visto por la noche en las tierras del castillo de Lammermoor, hogar de Enrico Ashton. Normanno, el capitán de la guardia, envía a los hombres de Enrico a buscar al intruso. Llega Enrico, preocupado. Un revés de la fortuna amenaza a su familia, y el único modo de salvarla es un matrimonio concertado de su hermana Lucia con Lord Arturo. El capellán Raimondo, tutor de Lucia, recuerda a Enrico que la joven aún guarda luto por la muerte de su madre. Normanno desvela entonces que Lucía ama en secreto a Edgardo di Ravenswood, líder de los enemigos políticos de los Ashton. Enrico se enfurece y jura venganza. Vuelven los hombres y explican que han visto al intruso y le han identificado como Edgardo. La furia de Enrico va en aumento.

Justo antes del anochecer, junto a una fuente del bosque cercano, Lucia y su sirvienta Alisa están esperando a Edgardo. Lucia cuenta que ha visto en la fuente el fantasma de una joven que murió a manos de un amante celoso. Alisa le pide que abandone a Edgardo, pero Lucia insiste en que su amor le proporciona gran alegría y que podrá superarlo todo. Llega Edgardo y explica que tiene que marcharse a Francia en misión política. Lucia le pide que mantenga su amor en secreto. Edgardo acepta, y los dos intercambian anillos y juramento de fidelidad. Edgardo se marcha.

No existe locura en Lucía, está llena de amor. La inquietud aparece en escena desde ese momento, cuando la criada Alisa le dice que es una señal para que desista de ese amor con Edgardo. Por su parte, Edgardo planea hacer las paces con Enrico, para poder pedirle la mano de su hermana.

“Cualquier mujer nacida en el siglo XVI con un gran don, seguro que habría enloquecido, se habría suicidado o habría terminado sus días en alguna cabaña solitaria en las afueras de del pueblo, mitad bruja y mitad curandera, temida y befada. Porque no se necesita mucha habilidad psicológica para estar seguro de que una chica sumamente dotada, quien hubiera intentado emplear ese don en la poesía, se habría visto tan frustrada y tan impedida por otras personas, tan torturada y tan dividida por sus instintos en oposición, que de seguro habría perdido la salud y la cordura”.

Virginia Woolf, Una habitación propia

Grabado.

Lucía y el engaño

Pasan los meses y los preparativos de la boda entre Lucía y el elegido por su hermano, Arturo, se acerca. Normanno, por orden de Enrico, ha interceptado toda la correspondencia entre Lucía y Edgardo. Además, ha fasificado una supuesta carta de Edgardo a Lucía, en la que afirma que hay otra mujer en su vida. Cuando el capitán sale para dar la bienvenida al novio, entra Lucia, que sigue negándose a la boda. Enrico, entonces, le muestra la carta falsificada. Lucia queda destrozada, y Enrico aprovecha para insistir en que se case con Arturo para salvar a la familia. Cuando Enrico sale, Raimondo, su tutor, convencido de que no hay esperanza para el amor de Lucia, le recuerda a su madre muerta y le pide que cumpla con su deber de hermana. Finalmente, ella acepta.

Mientras llegan los invitados a la boda, Enrico le miente a Arturo y le prepara ante la posible reticencia, de que Lucia sigue llena de melancolía por la muerte de su madre. Entra la joven y firma renuentemente el contrato de matrimonio. De repente irrumpe Edgardo, reclamando a su prometida, y todos los presentes quedan conmocionados. Arturo y Enrico ordenan a Edgardo que se marche, pero él insiste en que está comprometido con Lucia. Cuando Raimondo le enseña a Edgardo el contrato de matrimonio con Arturo firmado por Lucia, Edgardo la maldice y le arranca el anillo del dedo para después marcharse presa de la desesperación y la rabia.

La institución del matrimonio ha ido variando a lo largo de la historia. Durante la Ilustración y el pensamiento positivista, cambiará el concepto de pareja. El Romanticismo de la primera mitad del siglo XIX y la revolución industrial, llenarán las ciudades de personas trabajadoras y propiciará la aparición de una amplia clase media. Se instaurarían por completo el amor como centro del matrimonio. Es también cuando aparecen los primeros movimientos liderados por mujeres, que reivindican su derecho a decidir, y que cambiarán para siempre la percepción del matrimonio. En 1856, 26.000 mujeres trasladaron una petición al Parlamento británico señalando que “es hora de que se proteja el producto de nuestro trabajo y que al ingresar al matrimonio ya no se pase de la libertad a la condición de esclavos, cuyas ganancias pertenecen a su amo y no a sí mismos”. A pesar de realizar el mismo trabajo, las mujeres obreras no cobraban el mismo salario que los hombres, por lo que la dependencia económica continuó hasta finales del siglo XX.

Tradicionalmente, el matrimonio ha sido una institución basada en el intercambio genético y la actividad reproductiva de las mujeres. También el medio de retener e incrementar los bienes familiares. En un momento en el que las mujeres burguesas carecían de formación específica, y sin posibilidades de trabajar, se propiciaba la dependencia económica de las mujeres a sus progenitores, primero, y a sus maridos, después de casadas. Es decir, las mujeres tenían que ser salvadas por los hombres. Aunque en este siglo XIX se vuelve necesario el consentimiento de las novias en las bodas, el uso del amor romántico como forma de seducción no consigue modificar el hecho de esta dependencia económica y social. Además, los ideales románticos de la época fueron una forma de justificar la dominación masculina.

Escena de la ópera.

La falsa locura de Lucía

La tragedia de la ópera culmina en este tercer acto. Tras la marcha de Edgardo, Enrico decide visitarle en su casa. Allí le comenta que su hermana Lucía y el Conde Arturo han contraído matrimonio. Los dos hombres deciden batirse en duelo y se citan al amanecer entre las tumbas de los Ravenswood.

Entretanto, en la fiesta de la boda en Lammermoor, Lucía aparece en escena con la ropa manchada de sangre. En su rostro se nota que está ida. El párroco, Raimondo, interrumpe la celebración del matrimonio con la noticia de que Lucia se ha vuelto loca y ha matado a Arturo. Alternando la ternura, la alegría y el terror, recuerda su encuentro con Edgardo e imagina que está con él en su noche de bodas. Jura que sin su amor nunca será feliz en el cielo y que se reunirá allí con él. Cuando vuelve Enrico, el comportamiento de Lucia le enfurece, pero pronto se da cuenta de que ha perdido la cabeza. Después de un encuentro confuso y violento con su hermano, Lucia se desploma.

En el cementerio, Edgardo se lamenta por tener que seguir viviendo sin el amor de Lucia, y ansía que el duelo con Enrico acabe con su propia vida.  Unos invitados que vuelven del castillo de Lammermoor le informan de que Lucia se muere y que ha pronunciado su nombre. Cuando se dispone a correr hacia ella, Raimondo le anuncia que ha muerto. Decidido a unirse a Lucia en el cielo, Edgardo se suicida.

En las óperas, el amor, la locura y la muerte se dan la mano, porque describen situaciones sin retorno. Ante la situación en la que se encuentra, nuestra Lucía solo ve una salida: matar y morir. Así, sus actos dejan de ser coherentes, al estar la protagonista inmersa dentro de su propia historia de ficción. Una trama que incita a la catarsis del espectador. Apoyados en la música, en estas escenas de la locura femenina, los compositores utilizan la música para llevarnos al límite de la disonancia, y las tesituras vocales, al límite de las posibilidades de la voz, más allá de las proezas de las coloraturas.

En la cultura occidental se ha ido asentando la idea de la debilidad mental de las mujeres. Por eso no es de extrañar que en las óperas se nos muestren personajes femeninos con descompensaciones psíquicas. Pero, estos síntomas psíquicos solo aparecen tras una situación traumática, como es habitual en la vida diaria. En la inmensa mayoría de los casos encontramos un factor desencadenante, la gota que colma y desborda el vaso, lo cual no quiere decir que esa gota sea en sí misma el origen del trastorno, sino el resultado de una excesiva tensión y presión hacia la protagonista.

Y, frente a esta rigidez, el feminismo incipiente como arma de valorización de las mujeres. No es casualidad, sino causalidad, el surgimiento en esta época de los movimientos feministas reivindicativos. Así, en 1848 se produjo en EE.UU. el primer documento colectivo en defensa de los derechos de la mujer, con la Declaración de Séneca Falls., donde se hablaba del sometimiento legal de la mujer respecto al hombre, donde reclamaban una mejora de la situación legal de las mujeres, en base a los derechos que se presuponían. Y siendo en Gran Bretaña donde la escritora Mary Wollstonecraft escribió en su Vindication of the Rights of Woman, ya en el año 1792, donde proponía que “porque el matrimonio es la base de la sociedad”, las mujeres “se convirtieran en ciudadanas ilustradas, libres y capaces de ganar su propia subsistencia, e independencia de los hombres”. Una lucha reflejada, también, en el libro publicado en 1869 de John Stuart Mills La Esclavitud Femenina, donde reclamaba “mantener la aspiración de las mujeres, dentro y fuera del matrimonio a una igualdad perfecta en todos los derechos con el sexo femenino”.

La locura, como explicación de la rebeldía de las mujeres ante situaciones injustas y traumáticas. La posesión de los cuerpos y vidas de las mujeres, a las que se les ha privado de la oportunidad de organizar sus propias formas de vida, de la libertad e independencia.

En el siglo XXI la lucha no ha terminado. No hemos conseguido la igualdad. La subordinación de las mujeres frente a los hombres sigue siendo una constante. Además, la brecha salarial, los empleos a tiempo parcial y la desigualdad en el tiempo de cuidados, siguen incidiendo negativamente en las mujeres. La precariedad tiene género y es el femenino. Lamentablemente, las enfermedades también tienen género y urge que los profesionales de la salud tomen conciencia de estas diferencias y se aplique la perspectiva feminista en los diagnósticos.

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