La ultraderecha está haciendo la revolución en España. En los medios y redes, y ahora también en las calles. Y sí, hay revoluciones para atrás, para desconcierto y desgracia de muchas. Reivindican libertades, denuncian censura, instigan a la desobediencia, hacen caceroladas, idean performances, son los más radicales. Nunca antes el medio había sido tanto el mensaje, con permiso de Mcluhan.
Ya apuntaban maneras antes de la pandemia, pero el actual estado de alarma les ha proporcionado la excusa perfecta para tirarse al monte, cuesta abajo y sin freno. Difunden ideas, banderas y proclamas rancias, con un uso muy hábil de las nuevas formas de la comunicación virtual, a las que se han adaptado con una rapidez y eficacia implacables. Tienen a su disposición una maquinaria de fabricación de bulos y falsas noticias que se reproducen a través de las redes sociales hasta el infinito y más allá. Tienen aliados mediáticos que los incorporan, dándoles una pátina de aparente normalidad. Y tienen a fans, seguidores de una verdad que se enfrenta a la de los demás como los fieles de una religión o de una dictadura.
Están haciendo su revolución, porque saben que son impunes, en un país que ha normalizado el franquismo y el discurso fascista y cuya historia no se estudia en colegios e institutos. Se les da cancha en los medios de comunicación, donde acaparan portadas diarias. Y agitan las aguas de un barco inmovilizado con mucha rabia y miedo, con herramientas que la izquierda pensaba que eran suyas o, al menos, que estos rancios nunca iban a manejar con soltura.
Que las redes podían convertirse en correas de transmisión de odio y mentiras ya lo sabíamos. También que consumimos sobre todo opiniones ‘a medida’ y muy poca información, que es la base de la interpretación de los hechos. Que la emoción gana frente a la lógica. Lo nuevo es la virulencia, y la intensidad y el empeño sostenido con que algunos intereses están compitiendo para llevarse a su terreno las voluntades que puedan manipular.
Todo el mundo se pregunta ahora qué hacer con este barco intoxicado de bulos, falsas mentiras, agitación y propaganda. No existen muchas opciones ahora mismo, sin caer en una judicialización que pueda usarse para censurar y silenciar a la disidencia, como siempre se ha hecho. Porque es descorazonador dedicar tanto tiempo a defenderse de la mentira, lo que que no deja construir, seguir debatiéndose entre no actuar para no replicar, o devolverles la jugada. Nos queda, en el periodismo, reivindicar la veracidad, que no la verdad que no existe, el código deontológico, separar información de opinión. Las opiniones son libres, la información veraz es tarea periodística y un derecho fundamental de la gente que tiene que tener conciencia crítica para no dejarse manipular. Es tan fácil opinar, apelar a los sentimientos, los ultras lo saben y algunos periodistas también. Lo difícil es contrastar, detallar, no tratar al público como si fuera menos de edad, respetarlos. Ahí hay faena.
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