Un día cualquiera. Alguien recibe un mensaje de messenger “muy educado” pidiendo el mejor momento para comentar un tema, al parecer, muy importante. “Claro que sí”, responde la persona aludida en cuestión. El asunto de vital importancia es que el susodicho ha escrito un libro y por el módico precio de 20 euros propone el apoyo a su proyecto que dará todos los beneficios, durante un periodo determinado, a una asociación. Pide insistentemente una respuesta, pero la receptora es periodista y, lógicamente, quiere saber de qué va el libro. Qué menos, está pidiendo claramente que lo compre y no le conoce. Es de justicia saber qué quiere que compre. El libro trata de “sus cosas, de la vida, del amor…”. Pero está claro que su interlocutor no quiere “charla”, solo le interesa saber si “va a apoyarle” o no.
El final está claro, ¿verdad? Pues no. La interpelada no va a comprarle el libro. Ha intentado mantener una conversación educada con un desconocido y, en el momento en el que ¡por fin! da la respuesta -amable, educada y exigida- cambia esos modales impostados por los de un furibundo resentido. Estaba claro, dice, “que esto iba a terminar así”. “¿Así cómo?”. “El trabajo que costará dar un sí o un no y decir claramente que no interesa”. “Disculpa, eso es educación y, además, no me conoces, ni yo a ti tampoco…”. La aludida no sabe que es una batalla perdida porque ese ser ya se había “hecho ilusiones” con la posibilidad de la compra al no rechazarlo categóricamente desde el primer momento y, cualquier otra respuesta que no fuera un sí, iba a terminar mal. La historia iba de “¿Me compras un libro?”. “No”. “Pues gracias, adiós”. La periodista, que sabe de lo que va escribir, no puede ni preguntar, ni indagar, ni proponer. Esa falta de “contundencia y claridad” le hace pasar al grupo de los humanos “indecentes, mentirosos y ‘crea-expectativas’ malnacidos”. Cierra el individuo con un “Pero no pasa nada, la vida es así. No te molestaré más con mis cosas. Buenas tardes”, y bloquea a la ofensora. Estoy segura que, cualquier experto o experta en marketing, se inspirará con la estrategia de este señor y querrá patentarla, no me cabe duda.
Lo interesante es que aquí estamos hablando de una persona que, a su insana manera, controla. El problema son los que interpelan a las mujeres, por ser mujeres (porque contra alguien deben ir) e, igualmente, tienen su discurso aprendido en base a los argumentos, respuestas o silencios de las mismas: ‘feminazis’, zorras, putas y, de ahí, para arriba. Violencia verbal, amenazas… La mayoría de ellas quedan impunes porque se esconcen (repito, se esconden) detrás de la pantalla de un ordenador. Esa que permite estar furioso con todo ser vivo que no piense igual, buscando la rivalidad, el desprestigio, el insulto. Buscando tener la razón. ¿Y si no? Pues si no, está claro, “si no, me ofendo y hago demagogia”. Y ellos, que tanto aman etiquetar, pasan a formar parte del “Club de los ofendiditos”. Pero, sin duda, lo negarán. Y tendremos que creerles si no queremos que se ofendan todavía más.
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