Los griegos, sobre cuya cultura está basada casi todo nuestro mundo occidental, fueron bastante sabios. Amaban todas las categorías del saber: ciencias, oratoria, filosofía, artes… y honraban a los maestros que eran capaces de impartirlas, respetándoles e inspirándose mutuamente para alcanzar la meta del aprendizaje. El maestro era necesario porque había aprendices. Los aprendices eran igualmente indispensables para que hubiera maestro, aunque su existencia iba a ser larga en el tiempo debido al afán de cada griego por aprender y destacar con la mayor solvencia posible en todas las materias; algo que volvió a ocurrir en el Renacimiento, oleadas de siglos más tarde, pero con otros matices y otras luces y sombras. Cierto que el refranero nos trae “quien mucho abarca poco aprieta”, pero ahí estaban esas culturas, esos contextos, donde se apoyaba y alababa socialmente aprender, estudiar, esforzarse, comprender y aplicar esos conocimientos a la vida.
Se partía del hecho de que la mente del hombre -la mujer entonces tampoco era reconocida, pero de eso escribiremos en otra ocasión- era un templo y si respetas tu templo lo cuidas, lo cultivas, lo limpias, lo amas. Si tu mente está sana, si compites con los demás pero por comprender el mundo que te rodea, por aportar a la comunidad, dejas de esperar nada de lo externo, te haces autosuficiente y nadie tendrá que decirte lo que debes o no debes hacer; en el bien entendido de que cada cual sabía dónde terminaba su límite y comenzaba el del otro, además de las leyes de la sociedad en la que habitaban (recordemos que todos estudiaban de todo). Si sabes las reglas, no podrán engañarte.
El maestro, pues, en la antigua Grecia era un Maestro. De ágoras llenas de pupilos y diversas Escuelas que competían por aplicar metodologías que abrieran la mente de sus alumnos. Todos debían entender las matemáticas, todos debían saber oratoria y aplicarla, todos debían alcanzar una excelencia. Era lo que la sociedad griega esperaba de sus ciudadanos. Y no esperaba menos.
Muchos oleajes en el tiempo hacia delante, nos paramos en la época de posguerra en España. Evidentemente, nada equiparable. Tras una Guerra Civil absurda y sangrienta que ha dejado el país en ruinas, literalmente, la educación no es prioridad. Si ni siquiera tienen qué comer, ¿qué sentido tiene que las personas sepan leer? En la sociedad de ese momento, los libros no están bien vistos y, en las zonas rurales, muy pocos hubieran tenido tiempo para leerlos. Jornadas maratonianas de sol a sol, cultivando o cosechando la tierra, y los hijos como mano de obra barata. No pueden ir al “colegio” en el que un pobre profesor da clases a unos pocos niños y niñas de todas las edades (todos juntos) y solo alcanza a poder enseñarles lo básico en una habitación de algún lugar. La educación no es obligatoria. Hay que trabajar para comer. En los días de frío, como tampoco hay ropa, envuelven a los niños en papeles de periódicos. “Y, ala, a trabajar con tu padre”, o para el pelendrín. Ellas, las niñas, lo mismo, a limpiar por horas con madres y abuelas o sirviendo internas (cuasi gratuitamente) en casas de personas pudientes, que han acumulado tierras bendiciendo al dictador.
Los estudios, en aquella época sombría, son para los que pueden permitírselo. Para personas que tienen dinero y no tienen que sobrevivir. En esa sociedad que se está recomponiendo, comienza a abrirse una brecha de clase enorme, inmensa, infinita, en la que la educación ya no es universal, ni se pretende. Se polarizan los “estamentos”, como en la Edad Media, y el pobre debe seguir siendo pobre y el rico debe mantener su estatus. Y, para ello, todos los hijos de personas pudientes estudiarán, vaya que sí. Ellos sí sabrán matemáticas y lengua, y leerán y, a su manera, porque nadie se lo explica, pero lo viven, sabrán que forman parte de una élite, que estudiar hará la diferencia. Y, sin duda, respetarán a sus maestros y profesores, la mayoría de órdenes religiosas. Aprenderán bien de esos eruditos en lenguas clásicas, de mentes rígidas, sectarios, aleccionadores y aleccionados, pero con conocimientos muy bien asimilados.
Avanzamos mucho más en nuestra máquina del tiempo particular hacia la “democracia”, cuando el dictador perece y lo público se democratiza igualmente. La educación comienza a verse necesaria para todos (y aquí ya podemos añadir el todas) y, aunque seguirá persistiendo la clase, cualquier hijo de vecino, literalmente, está obligado a pasar por la escuela. Y, con un enorme esfuerzo por parte de los padres, las Universidades comienzan a abrirse a todo el que pueda pagarla. Comienza a haber maestros, muchos. Como mi padre. Lo suyo fue vocación, de esa que te agarra fuerte, fuerte y no te suelta ya nunca más. Hizo la carrera por libre, pagando solo su derecho a examen, salvo el último curso que tuvo que hacerlo presencial. Y para que no le costara nada a sus padres, mis abuelos, tocaba el órgano en misas y daba clases particulares. Cuando terminó sus estudios, comenzó siendo maestro de aldeas hasta que aprobó sus oposiciones (las de antes, no las de ahora). A la tercera. Y amó y honró su profesión como nadie. Fue criticado (su colectivo) por su sueldo, por si se ponían de huelga, porque tenían muchos meses de vacaciones… Pero invariablemente, cada curso, enseñaba a niños y niñas que le adoraban. Durante 40 años.
Al ser la educación obligatoria, y al sumarse las mujeres al carro laboral, hace años que se percibe la escuela (y por ende los institutos) como guarderías. No como lugares de enseñanza, que es lo que son. De hecho, en Andalucía nuestros dirigentes lo asumen sin ambages cuando dicen que son necesarios colegios e institutos para la conciliación… Y miren ustedes, no. La conciliación familiar debe depender de la empresa, sin demandar más (horarios, trabajo, vida) por menos. En esta pandemia hemos visto cómo todos los derechos que se habían conseguido con muchísimo esfuerzo se han diluido. Ha llegado el teletrabajo para esclavizarnos más al trabajo. Desdibujando fronteras. Y padres y madres se han dado cuenta de lo importante que son las escuelas, pero como guarderías. Y, curiosamente, en vez de ser conscientes de la gran labor que realizan maestros y profesores, vuelven a la carga con que “ganan mucho y tienen muchas vacaciones”. Agradezcan, por favor. Agradezcan que exista esta profesión y esperen lo mejor de ella para que bien moldeen a sus hijas e hijos que serán el futuro. Pero no olviden que como madres y padres tienen una enorme responsabilidad. Siempre he dicho que la educación debe venir de casa y la enseñanza para las aulas.
La pandemia, que ha ensalzado la profesión sanitaria, continúa echando tierra a maestros y profesores cuando, a otro nivel, por supuesto, ponen también su vida en riesgo. Se exponen diariamente en “aulas bomba” donde, o son muy pequeñas, o tienen que dar clase con ventanas abiertas en pleno invierno. Aunque se sobreentienda la educación en casa, tienen que lidiar con verdaderos maleducados a los que no les interesa aprender nada y están allí porque el sistema les obliga. Y esas materias, a las que nadie atiende, se preparan fuera de las clases. Mi marido, que es profesor, termina hasta bien entrada la noche y, durante el confinamiento, llegaba a atender a sus alumnos los domingos…
La ignorancia es muy atrevida y no hay peor ciego que quien no quiere ver. Muy equivocados están los que critican a maestros y profesores por reivindicar su profesión y decir alto y claro que no son canguros de nadie, aunque les paguen. Hay mucha dignidad, honestidad y pasión en esta profesión. Ojalá pudiera reconocerlo la Administración y la sociedad ahora como se hacía hace siglos.
Comentarios: Sin respuestas