La mujer camina hasta el armario que está en el dormitorio y abre una de sus puertas con mano temblorosa. Echa a un lado los vestidos, todos de color oscuro, pasados de moda, apesadumbrados. Del fondo del mueble, saca una pequeña caja de madera. Con pasos lentos se dirige al comedor, y una vez allí, va hasta la mesa. Con cuidado, coloca sobre ella la caja que ha sacado del armario, como si fuese el tesoro más valioso del mundo. Acto seguido, coge una silla. La mujer se sienta, dispuesta a abrir, una vez más, aquel pequeño cofre.
RELATO: Rafael Calero (escritor y poeta). / ILUSTRACIÓN: Andrea Gestal González.
La mujer es menuda, delgada, frágil. Sin embargo, ese aspecto no hace honor a la verdad, pues dentro de ella hay un vigor y una fortaleza difíciles de entender. La mujer tiene el pelo del color de la ceniza, recogido en un moño primoroso, adornado con un ramillete de jazmines. Los jazmines son la única muestra de lo que podríamos llamar coquetería. Los ojos grandes y oscuros brillan de una manera especial y denotan una sabiduría adquirida con el paso de los días y de las experiencias vitales. A pesar de los muchos años que ha cumplido ya, la mujer sigue siendo hermosa.
Mi queridísima esposa Carmen:
Te escribo estas líneas para decirte que no lloréis mi muerte. La vida es lucha y a mí me ha tocado perder. Creímos que esta vez íbamos a ganar, pero a los pobres siempre nos toca perder.
La caja es de madera, de color marrón, y se ve envejecida por el paso del tiempo. Está adornada con unas filigranas talladas a mano en la tapa y en el frontal. En uno de los laterales, hay una pequeña cerradura metálica. Sólo con echarle un vistazo, uno se da cuenta de que la caja que la mujer trata de abrir con sus manos afectadas por el Parkinson, ha sobrevivido a los avatares de una vida larga y cargada de historia. Una vez que la mujer se ha sentado ante la caja, saca de su pecho una cadena de oro de la que cuelga una pequeña llave, de apenas un par de centímetros, y la introduce en la cerradura de la caja. Esta se abre con un pequeño crack, prácticamente inaudible, salvo para la mujer, que conoce a la perfección el sonido de la llave al ser girada.
Los dedos sarmentosos de la anciana levantan la tapa de madera con dificultad. Al hacerlo, se oye un suspiro. Uno de esos suspiros que expresan, al mismo tiempo, enojo e impotencia. Un suspiro cargado de simbología que le llena la boca, inevitablemente, con el sabor amargo de la hiel. Un suspiro que se convierte, cada vez que la mujer lo repite —y lo ha repetido millones de veces—, en una metáfora de lo que ha sido su vida: Una existencia llena de rabia, de miedo, de rencor, de inquina, de resentimiento. Porque su vida ha sido una vida repleta de dolor.
La mujer saca un papel doblado con una simetría perfecta que está guardado en la caja. Lo toma con sus dedos temblorosos y lo despliega con una parsimonia y un cuidado exquisitos. Es una carta. Y la ha leído miles de veces durante toda su vida. Ese papel ha compartido con ella la vida. Por eso la mujer lo guarda como oro en paño en la caja que ahora descansa encima de la mesa. Ese papel es el recuerdo más sólido que le queda de la persona que una vez fuera su marido.
Quiero que sepas que no me arrepiento de nada de lo que he hecho en la vida, ni reniego de mis ideales. En estos momentos terribles a los que me enfrento, no tengo miedo a la muerte.
La carta llegó a sus manos un par de semanas después de la muerte de su esposo. Se la entregó, a escondidas, un guardia civil del cuartel de Aguilar, cómplice mudo del fusilamiento de su marido, junto a un numeroso grupo de hombres e incluso alguna mujer, una fatídica madrugada del verano de mil novecientos treinta y seis.
Ella no conocía a aquel guardia civil. La primera vez que lo vio fue delante de la puerta de su casa. Si alguna vez se habían cruzado por las calles de Aguilar, la mujer no había reparado en su rostro lampiño, en su nariz aguileña, en su pelo oscuro cortado a cepillo. O al menos, al verlo así, vestido de paisano, libre del uniforme de color verde que tanto imponía y del tricornio, era incapaz de reconocerlo. Estaba segura de que el hombre que tenía delante no fue uno de los que vinieron a las tantas de la noche a llevarse a su Antonio, gritando, maldiciendo, pegando patadas y culatazos con las escopetas, insultando. De eso sí que estaba segura, porque aquellos rostros no se borrarían nunca de su memoria. Ahora te vamos a dar tierra y libertad, hijoputa, le decían carcajeándose, mientras le ataban las manos a la espalda y lo empujaban para que subiera a la parte de atrás de aquel camión.
Y después de aquella noche, la angustia de no saber, de no poder preguntar, de imaginar lo que había ocurrido, y aún así seguir teniendo un hilillo de esperanza. Las jornadas que siguieron a aquella noche terrible fueron un auténtico infierno. Le habían arrancado el corazón de cuajo. No había otra manera de explicar lo que ella sentía por dentro. Una fiera inmunda le había clavado los dientes en su pecho y se había llevado lo más preciado, lo más hermoso de cuanto ella poseía. Y aún así, tenía que seguir adelante. Por las hijas. Dos niñas pequeñas, la mayor, de cuatro años y la pequeñita, un bebé a la que faltaban unos días para cumplir un año.
Puedes estar tranquila de que no suplicaré como un cobarde ante mis asesinos. Moriré como he vivido, sin miedo de nadie, orgulloso de mis actos. No les daré el gusto a mis verdugos de verme arrastrado por el suelo, implorando clemencia.
Llamaron a la puerta y cuando la mujer fue a abrir, se encontró con aquel desconocido. Tras explicarle quién era y su motivo para estar allí, el hombre le pidió permiso para entrar. Ella lo dejó pasar. Aunque sus reticencias eran más que evidentes. A la última persona que quería ver en el mundo era a alguien que había estado relacionado con el asesinato de su Antonio. A lo mejor aquel hombre le había dado el tiro de gracia. Quién podía saberlo. Pero lo dejó entrar a la casa. Una vez dentro, ajenos a las miradas indiscretas de los vecinos, el hombre sacó una carta de uno de los bolsillos de su pantalón y se la dio a la mujer que tenía delante de él. Luego le explicó que su marido le había pedido, por favor, que tuviera un poco de humanidad y se la hiciera llegar a su esposa, pues no quería irse de este mundo sin decirle cuánto las quería a ella y a sus dos hijas. Así que allí estaba el guardia civil. Delante de ella con una carta en la mano. Cumpliendo su promesa. Porque según explicó, él no podía romper la palabra que le había dado a un hombre que iba a morir.
Al entregarle el papel, el guardia civil le pidió, por favor, que no dijera nada de aquella carta a nadie, que lo mantuviera en secreto, porque él se estaba jugando el pan de sus tres hijos, y quizás, si las cosas se ponían muy feas, hasta la propia vida. Pues si el teniente Carmona o alguno de los falangistas llegaban a enterarse de que, desde el propio cuartel de la Benemérita, los mismos guardias civiles estaban haciendo de correo de los rojos, llevándoles a sus viudas cartas de despedida, eran muy capaces de fusilarlos a ellos también sin ningún miramiento.
Lo único que siento es dejarte sola en esta vida para criar a nuestras hijas, con tanta miseria y tanta injusticia. Pero yo confío en ti ciegamente, por eso que no tengo ninguna duda de que sabrás sacarlas adelante y criarlas sin mi ayuda.
Cuando el guardia civil le dio aquel papel y le explicó todo aquello, la mujer no supo a qué atenerse. Su Antonio no sabía escribir. Eso era un hecho incuestionable. Ella tampoco. Nunca habían tenido oportunidad de ir a la escuela, de aprender más allá de lo que la vida les fue enseñando. Ellos sabían trabajar como mulos, en el campo, recogiendo la aceituna, o cortando la uva, segando el trigo y la cebada, haciendo picón para calentarse en los fríos días de invierno, cuidando del ganado. Eso es lo que ellos sabían hacer, porque era lo único que habían hecho desde que tenían uso de razón. Trabajar como esclavos para sobrevivir día a día. Pero no leer y escribir. Leer y escribir eran cosas que se aprendían cuando los estómagos estaban llenos. Esas eran cosas que aprendían los que se lo podían permitir. Y en sus casas, los estómagos nunca habían estado llenos ni había habido lugar para libros o periódicos.
Cuando las niñas sean mayores y tengan conocimiento para entenderlo, háblales de mí, de mis ideales políticos, de mis esperanzas de conseguir un mundo mejor en el que todo el mundo pueda vivir en libertad y pueda comer todos los días. Un mundo en el que los niños no tengan que trabajar como si fueran hombres, sino que puedan ir a la escuela, bien vestidos y bien comidos.
Ella le dijo a aquel hombre que estaba de pie ante ella sosteniendo la carta que su marido no sabía poner ni su propio nombre. Entonces el guardia civil le explicó que su Antonio le había pedido a otro preso que le escribiera una carta de despedida para su familiar. Y el hombre lo hizo. Así que el papel amarillento que la mujer sostenía ahora, más de siete décadas después, con dedos trémulos y que besaba como si de unos labios frescos se tratara, había sido escrito por unas manos de las que nada sabía pero que para ella no eran otras que las manos de su Antonio.
Diles a nuestras niñas que para mí, tú y ellas, sois lo más importante, que os quiero más que a nada en el mundo, más que a mi propia vida, que lo que más me duele de esta barbarie y sinrazón, es no poder verlas crecer, ni abrazarlas, ni besarlas, ni estar a su lado cuando me necesiten.
Durante mucho tiempo la mujer no pudo leer el contenido de aquella misiva. Cómo iba a hacerlo, si no sabía leer, si nadie la había enseñado, si no había pisado una escuela ni una sola vez en toda su vida. Tampoco era cuestión de pedirle a alguien que se la leyera. Aquellos meses posteriores al fusilamiento de su Antonio no eran tiempos para confiar en nadie. Absolutamente en nadie. Uno no sabía quién podía delatarlo. Un hermano, un amigo, un vecino, cualquiera podía ir con el cuento a los fascistas y entonces la cosa podía ser mucho peor. Ella ya sabía lo que era ser señalada por el dedo acusador del pueblo. Ella ya había sufrido en carnes propias la detención, la tortura, la muerte de su amado Antonio y después, había tenido que asistir impávida, al hecho de ver cómo sus dos hijas, pobres niñas que no habían cometido ningún pecado, salvo el de ser pobres y huérfanas, y el de haber sido hijas de un hombre justo y valiente, que se había quedado en Aguilar a enfrentarse a su destino cara a cara, eran insultadas, vejadas, maltratadas incluso por otras niñas.
Diles también que a su padre no lo matan por asesino, ni por ladrón. Diles que lo matan por defender la libertad y la República. Diles que el único delito que cometió su padre fue creer que todas las personas son iguales, que nadie es más que nadie.
Así que la mujer decidió que tenía que aprender a leer. Y lo consiguió, vaya sí lo consiguió. No es que fuera una erudita. Nada de eso. Pero con un poco de ayuda, aquí y allá, de quien sí sabía, aprendió a descifrar lo que tan solo unos meses atrás no eran, a su modo de entender, sino un puñado de jeroglíficos sin sentido. Y con mucho tesón y muchas horas de esfuerzo, consiguió la destreza suficiente para enfrentarse a aquel papel que su marido, en la víspera de ser fusilado por los falangistas, por la guardia civil, por los señoritos de Aguilar, le había dictado a un hombre de quien ella no sabía ni tan siquiera cómo se llamaba.
Diles que todo lo hice por ellas y que vayan por el mundo con la cabeza bien alta, porque esa es la única manera en la que los pobres debemos ir por el mundo: con el orgullo y con la dignidad por encima de cualquier otra cosa.
Y ahora, setenta años después de la muerte de su Antonio, ella vuelve a repetir, como cada día desde que llegó a sus manos aquella carta, un ritual casi religioso. Cada uno de aquellos movimientos le proporciona a su espíritu una paz que ninguna otra cosa en el mundo puede proporcionarle. Abrir el armario, sacar la caja, llevarla hasta la mesa, sentarse ante la caja y abrirla con la llave que lleva sujeta con una cadena de oro al cuello, levantar la tapa de madera y extraer aquel papel que el tiempo ha coloreado con el matiz amarillento del paso de los días y los años, y acercarlo a su nariz y aspirar su olor, y besarlo como se besa a la persona amada. Todo de la misma manera en que lo ha venido haciendo desde que el guardia civil le diera la carta, aquella noche estival.
Llegará un día, estoy convencido de ello, en que las generaciones futuras hablarán de nosotros, de nuestro legado, de nuestras esperanzas y frustraciones. De nuestra lucha por hacer de este un país mejor. Mientras tanto, quiero que sepas que mi último pensamiento será para mis hijas y para ti. Recibe muchos besos de quien ha tratado de hacerte feliz y te lleva siempre en su corazón.
Antonio, Aguilar de la Frontera, 15 de agosto de 1936
La mujer, a pesar de su avanzada edad y de las lagunas de su memoria, conoce todas y cada una de las palabras que están escritas en el papel que sostiene entre sus manos. Es capaz de repetirlas, una por una, con los ojos cerrados, sin temor a equivocarse ni en una sola coma. Una vez más, como ha hecho miles de veces durante más de setenta años, toma el papel y lo despliega con mucho cuidado, no vaya a ser que se rompa Y entonces sus labios, los mismos que sólo han besado a un hombre en toda su larga vida, inician aquel murmullo litúrgico, aquella letanía de palabras que suena a sus oídos como música celestial.
Mi queridísima esposa Carmen:
Te escribo estas líneas para decirte que…
Y unas lágrimas plateadas empiezan a mojar los ojos grandes y oscuros y a resbalar por el rostro arrugado de la mujer.
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