TEXTO: Sole Jiménez
A finales del curso pasado, recibí a través de Classroom este mensaje incendiario del padre de una alumna:
«Soy el padre de … me parece vergonzosa el correo que le ha enviado a mi hija, en primer lugar déjeme decirle que es usted una pésima profesora que se ha dedicado durante estos años ha hacer teatros que no servían más que para perder el tiempo a la vez no entiendo el odio que viene demostrando hacia mi hija desde que por mala suerte del destino la cruzo en su camino, a la cuestión, ha usado el traductor?SI para buscar palabras que no sabia porque carece de profesor, (…) se levanta a las 7 de la mañana se acuesta a las 2 de la noche haciendo tareas, si la va a suspender porque sus padres no le hacemos la pelota como usted quisiera lo siento, dígamelo ya y le ahorramos a la niña tareas que usted no va ha corregir y para terminar, aquí la única que engaña es usted que no tendría que estar ejerciendo una profesión pedagógica como es la de profesor, si tiene alguna duda no dude en llamarme al …«.
¿Original o copia?
En estos términos mostraba su indignación este ominoso señor ante la valoración cualitativa que yo hacía de un ejercicio y ante mi comentario sobre el uso abusivo del traductor por parte de la alumna, su hija.
Por suerte, para mí es el primer ataque personal de este tipo en 23 años de docencia. Una raya en el agua, un desagradable incidente que no va más allá de lo anecdótico. Sin embargo, cada vez son más frecuentes este tipo de intrusiones y el trato irrespetuoso hacia el profesorado por parte de algunos padres. ¿Qué está pasando en nuestra sociedad para que alguien se crea con derecho a juzgar el trabajo de un docente con tanta ligereza, falta de respeto y con una total impunidad?
Soy profesora de Francés en un instituto de secundaria y nunca me ha importado que me llamen maestra, acompañar a alguien en su proceso de crecimiento, darle la mano para ser más grande, es el mejor calificativo que pueda recibir un docente. Es un noble oficio este de enseñar.
Siempre he dicho que padres y profesores estamos en el mismo barco. Compartimos un mismo interés. Nuestra aspiración, nuestra meta, es común: acompañar a los adolescentes, a nuestros alumnos, a sus hijos en su camino hacia la madurez, ponerlos grandes juntos. Pero, desgraciadamente, cada vez me encuentro con más padres que sobreprotegen a sus hijos prefiriendo cultivar preciosos bonsáis decorativos a acompañar en el proceso de crecimiento. Crecer es asumir riesgos y eso conlleva cambios, frustración, responsabilidad, crisis. Crecer es reconocer los errores. Crecer es también aceptar los límites. Crecer es un proceso que, como otros de la vida, no está exento de dolor.
Soy madre de dos hijos y también sé lo que duele un hijo. No me considero dueña de sus vidas, soy simplemente depositaria y sé la responsabilidad que conlleva criar, lo que supone asumir ese reto. Las renuncias, los desvelos, la falta de respuestas cuando van creciendo.
Algunos padres intentamos preparar a nuestros hijos para el camino. Otros, en cambio, van por la vida como apisonadoras aplastando la más mínima piedrecita con la que sus hijos puedan tropezar, enlosando con corcho y poliespán y llevándose por delante lo que haga falta con tal de evitarles cualquier sufrimiento. Son los cultivadores de bonsáis, bellas plantas decorativas que difícilmente crecerán ni darán frutos. Son los que les recortan las alas a sus angelitos, en lugar de darles espacio para volar.
Desgraciadamente, este señor y yo no estamos en el mismo barco. No puedo estar en el mismo barco que alguien que me desautoriza de manera gratuita. No puedo estar en el mismo barco que alguien que me escribe a mi correo personal para disculparse y, salvar así las formas, aunque asegura que sigue pensando todo lo que ha dicho y me exige, además, que yo me disculpe ante su hija, poniendo los dos hechos al mismo nivel. No puedo estar en el mismo barco, en suma, que alguien que no se digna a aceptar mi ofrecimiento a confrontar y tratar estos asuntos en persona.
Y ¿saben ustedes quién sale perdiendo realmente en este asunto?
Mi alumna, su hija.
Nuestros alumnos, nuestros hijos.

Pasado y presente
Mi abuela, que se jubiló en los años 80, siempre fue Doña Julia. En aquella época habría sido un despropósito que alguien pusiera en duda sus métodos y decisiones. Si el maestro llamaba a los padres era muy mala señal y, desde luego, a ningún padre se le ocurría poner en duda su criterio ni mucho menos faltarle al respeto ni insultarlo. No me imagino a ningún padre de esa época dando lecciones de pedagogía o didáctica al maestro. Los padres confiaban en el saber hacer de los docentes, corregían a sus hijos y en paz.
No soy una nostálgica ni una ingenua. El sistema debe garantizar los derechos de los alumnos a través de los diferentes mecanismos para detectar y censurar irregularidades y abusos. Desequilibrados hay en todos los oficios. (También entre los padres). Para eso está la ley y la inspección educativa.
Hoy, algunos padres, no la mayoría, solo algunos, pero desgraciadamente cada vez más, arremeten con impunidad contra el profesorado profiriendo toda clase de lindezas. En mi caso, resulta pueril o cuanto menos gracioso la manera en que este señor me atribuye todos los tópicos del profesor-ogro (tener manía, hacer la pelota, no corregir, catear injustamente) junto a los del profesor indolente.
Tradición e innovación
En cuanto a la opinión de este señor sobre mi metodología, ya me gustaría a mí trabajar todos los días con actividades novedosas y motivadoras, pero lamento confesar que puedo llegar a ser muy, muy aburrida y también uso con bastante frecuencia el libro de texto y la gramática tradicional. Ya me gustaría a mí haber inventado el uso didáctico del teatro en el aula, el role playing, el enfoque por tareas, las TICs aplicadas a la enseñanza de idiomas, la gamificación o el ABP.
A pesar de plantear actividades creativas, originales, excéntricas, motivadoras o en las que prime la autenticidad, yo también tengo apuntes amarillos. Y, por supuesto, me avergüenzo más de estos fósiles de mis carpetas que de osar innovar y motivar aún a riesgo de ser incomprendida, criticada o incluso insultada, como en esta ocasión.
Cada maestrillo tiene su librillo y el mío está hecho de muchas cosas. Es una amalgama de métodos variopintos, prácticas dispares, múltiples instrumentos. Y ese eclecticismo es color y riqueza. Manual y todo tipo de recursos condimentados con un toque de autenticidad, collage de herramientas y la búsqueda constante. Soy una artesana de la enseñanza. Pedagogía del bricolaje. Prefiero crear a buscar. Y tengo la inmensa suerte de que mi materia sea instrumental; de que sirva para expresar el pensamiento, conectar con los otros, descubrir otros mundos. Todo tiene cabida en mi clase: actualidad y efemérides, temas transversales, ética, historia, música, arte, culture et civilisation!
Asumo que puedo equivocarme. Por suerte, no soy perfecta. Perfecto significa acabado y yo no aspiro a apoltronarme ni a vender mi método ideal. Al contrario, sigo buscando y explorando y experimentando con todo lo que está a mi alcance para enriquecer mis clases. Y ese es mi motor, mi combustible, mi motivación. Además, por suerte o por desgracia, no puedo separar la persona que soy de la profesora. No puedo dejar en la puerta del instituto lo que soy y recogerlo a las 15:00 a la salida. Esa es mi cara y mi cruz. Mi superpoder es llevar todo lo que me apasiona y me llena en la vida (teatro, música, arte, publicidad, lectura, mindfullness…) a mi clase y ponerlo al servicio de mis alumnos. Por eso, mi clase es una clase viva que se renueva con cada idea, con cada reto, con cada experiencia.

La comunicación en la era de la (in)comunicación o la sociedad de la transparencia
La tutoría está implícita en la labor docente y siempre lo he asumido así. Cuando aún no existía iSéneca ni agenda del alumno hice una fichita para comunicarme con los padres adoptando la idea del carnet de liaison de los centros escolares franceses. Incidencia, fecha, firma, espacio para contestar a mi mensaje. Nunca he dudado en llamar por teléfono directamente a las familias de mis alumnos cuando detectaba algo que pudiera afectar al rendimiento o a la convivencia en el aula. Siempre me he mostrado accesible y mis alumnos han llegado incluso a tener mi contacto. (Mea culpa!).
Con el confinamiento a causa del Covid, al igual que muchos de mis compañeros, me he sentido como si fuera un Opencor, abierto las 24 horas. La invasión del espacio personal es imparable. Ya no hay límites entre lo privado y lo público por muy alto que grites ¡Casa! Y a pesar de tantas plataformas y vías de comunicación a nuestro alcance, a pesar de todas las redes sociales donde exhibirnos y encontrarnos, siento que estamos más desconectados que nunca.
Es fácil insultar con un tweet, vejar con un wasap. Es gratis. Es cómodo. Es… ¡cobarde! Es fácil tirar la piedra y esconder la mano. Lo realmente heroico, lo subversivo es pensar antes de disparar, informarse antes de hablar, contrastar antes de opinar, asegurarse antes de denunciar, buscar las palabras adecuadas. Es lícito querer cambiar el mundo, pero hay que encontrar la manera civilizada de hacerlo, pasar la reclamación por el filtro del civismo. Pero el civismo, al igual que la educación, se cuece a fuego lento, conlleva tiempo y un ejercicio importante de crítica y autocrítica, algo que no todo el mundo puede permitirse. O quizá sí.
Ciudadanos versus consumidores o el síndrome del maestro sospechoso
Creo que lo que ha cambiado en la enseñanza y en la sociedad es que antes la finalidad era formar a ciudadanos. Formar personas que aprendían para conocer y ejercer sus derechos y, por supuesto, asumir sus deberes. Ir a la escuela era prepararse para participar activamente en la sociedad aportando cada uno su granito de arena desde el ámbito que eligiera o que pudiera.
Hoy, por desgracia, los docentes tenemos la impresión de servir a consumidores, satisfaciendo sus necesidades y exigencias. Consumo ergo sum, El cliente siempre tiene la razón, Pago luego exijo. Y muchos padres, probablemente confundidos por la amplia oferta educativa (programas, itinerarios, atención a la diversidad, etc.), padres con poder de decisión sobre la promoción de sus hijos, piensan que también pueden decidir sobre qué y cómo deben aprender.
Enseñanza a la carta. El propio sistema de evaluación minuciosa es un sueño monstruoso de la razón en una carrera demencial por la objetividad. Junto a la lista interminable de protocolos para la tutoría, la reclamación y mil documentos e informes, pone en evidencia la falta de confianza en la profesionalidad del docente. Burocratización de la enseñanza que hace del profesor una mera herramienta de Vº Bº.
Todos somos víctimas y verdugos de un sistema garantista en el cual nos vamos pasando la patata caliente del principio de autoridad para eludir responsabilidades, a la vez que obviamos nuestro verdadero compromiso con la sociedad.
Y ¿saben ustedes quién sale perdiendo realmente en este asunto?
Mi alumna, su hija.
Nuestros alumnos, nuestros hijos.
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