Para sanar tu corazón tienes que arrancártelo del pecho,
sin miramiento, y meterlo en agua helada.
Tan fría que la tendrás que robar
del mísmísimo reino de Morfeo.
Solo así entrará en hibernación
y podrá curar sus heridas.
Mientras tanto, es el momento de regar el hueco
con puro ron cubano.
Un buen chorro, toda la botella,
porque hay que limpiar bien la zona
y aderezarla con esa pizca de dulzor
que añade la caña de azúcar.
Encenderás una vela para crear calor de hogar
y sentirás que un sol inunda tu corazón.
Y entonces, solo entonces,
deberás gritar con todas tus fuerzas
hasta que sangre tu garganta
y solo puedas mover tus labios sin sonido.
Y llorarás, sí que lo harás, con desesperación infinita,
hasta que tus ojos queden secos y ciegos.
Y abrirás tus brazos para recibir el aire
que entrará en tus pulmones
como si fuera la primera vez que respiras…
Y te abrazarás como nadie lo ha hecho,
crujiendo todos los huesos de tu cuerpo.
Y te besarás como un oso hormiguero.
Y entonces, solo entonces,
te acurrucarás como si fueras un feto
dispuesto a salir dentro de un siglo
de un útero-madriguera.
Cuando escuches a tu corazón llamarte,
lo recogerás con dulzura y, mojado y palpitante,
lo pondrás en su lugar
uniéndolo a tu dedo índice con hilo rojo.
El mismo con el que coserás la herida.
Tendrás que volver a susurrarle
y decirle que lo amas, que todo irá bien,
que lo cuidarás como si fuera el corazón de otro.
Y él le devolverá el sol a tu invierno.
«Siempre estoy contigo», dirá,
«eres tú la que te pierdes pero,
a partir de ahora, tira del dedo».
Acaricia la cicatriz y entonces,
solo entonces,
emborráchate.
Con lo que quieras
y como quieras.
Al día siguiente pensarás que todo ha sido un sueño,
pero verás el hilo rojo y sabrás qué hacer.
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