Somos esenciales, dicen. Sustanciales, principales, notables.
Lo somos antes de la pandemia, después y durante.
Ya que estamos en el durante, voy a contar a qué se reduce la especialidad de nuestro servicio que también es público, o sea: conocido o sabido, que se hace a la vista, pertenece al estado o a otra administración, accesible. Diga lo que diga la academia, parece que nadie conoce en serio a qué nos dedicamos los y las que ejercemos el magisterio, la enseñanza, la docencia.
Básicamente, nos hemos convertido en vigilantes y burócratas, me cuesta bastante establecer la proporción. Sólo puedo asegurar que en el cómputo horario diario, festivo y vacacional, todo junto, no queda espacio apenas para la que debiera ser nuestra función principal, educar, enseñar, formar.
No es nuevo, ni pandémico, pero sí que el bicho ha agravado estas circunstancias y cargado a nuestras espaldas más burrocracia, más control, más vigilancia y una responsabilidad que sinceramente no nos compete pero que hay que tragar sin rechistar. Es nuestra obligación, piensa y dice eso que llamamos sociedad, y que sin embargo no admite a las claras que la conciliación no es cosa tan nuestra, como de las empresas. Pero, como siempre, pagamos los y las que trabajamos, los y las que estamos enmedio.
Así que sí, claro que somos esenciales. Pero no en la sagrada función de fomentar en nuestro alumnado el espíritu crítico. Somos esenciales para el capitalismo, para las empresas que necesitan mano de obra barata y acrítica, y para el estado, naturalmente. Por eso no se duda en sacrificarnos si hace falta, desde sus despachos calentitos.
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