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Página principal > Memoria > El sueño europeo de Fátima
8 noviembre 2018  |  Por La Giganta Digital

El sueño europeo de Fátima

mujer africana_ok

TEXTO: Rafael Calero (escritor y poeta).

A veces la vida solo te da a elegir entre lo malo y lo peor.

Dennis Lehane

 

La conocí en el puerto una noche de verano. Yo había ido a tomar una cerveza a uno de los muchos locales de moda que ahora abundan en esa zona de la ciudad. Era negra y hermosa. Ojos grandes y magnéticos. Rostro expresivo. La piel oscura brillaba a la luz artificial de los focos como el metal bruñido. Gallarda y altanera.

Hija y nieta de reyes, pensé.

Se llamaba Fátima. Me lo dijo mirándome a los ojos, seria, quizá porque esperaba de mí una sonrisa malévola a la que ya estaba más que acostumbrada cuando decía su nombre a los españoles, y aquella era su manera de evitarla. Su voz me sonó llena de esa tristeza que provocan la rabia y la desesperación. No debía haber cumplido siquiera los veinte y ya se le veía completamente de vuelta de todo. Iba de aquí para allá, de mesa en mesa, de mostrador en mostrador, como dice la canción, cargada con su fardo lleno de cds y dvds piratas, intentando sacarse unos euros para poder llegar, no ya a fin de mes, sino a la próxima comida. Mi mala conciencia europea me hizo invitarla a un bocadillo y a un refresco. Mientras llegaba su comida, fue contándome entre dientes, con un castellano aprendido de otros como ella, que había llegado a nuestra tierra después de recorrer el continente africano de sur a norte. Un viaje accidentado: caminó, se ocultó en camiones, montó en camello o a caballo. Pasó hambre. Pasó más hambre. Volvió a caminar. Miles de kilómetros. Bajo lluvias torrenciales o bajo un sol abrasador. Es bien sabido que en África no existen los términos medios. En el camino hubo violencia. Dolor. Muerte. Hambre. Mucha hambre. Toda la del mundo. Fue violada. También hubo amistad y camaradería. Gente hospitalaria que compartía su pan, su carne, sus frutos. Lo poco o mucho que tuvieran en cada momento.

En sus oraciones pedía a su Dios que no la abandonara, ni a ella ni a los suyos, que la ayudara a llegar hasta las costas españolas, para poder saltar desde allí a otros lugares más prósperos de Europa. Tenía pensado viajar hasta Holanda. Un amigo de la infancia ya había hecho el mismo viaje y ahora estaba en Holanda, ganando mucho dinero, con el que ayudaba a su madre, a su esposa y a sus hijos. Estaba convencida de que ella también lo conseguiría, con la ayuda de Dios, claro. Tardó más de un año en llegar desde su aldea natal, en Senegal, hasta la ciudad autónoma de Melilla, justo en el extremo norte del continente africano, donde empieza, para muchos africanos, el sueño europeo. Allí estuvo varada, como un barco en desuso, casi un año. Pero al final hubo suerte y su Dios no la abandonó. Llegó a Motril un día del verano andaluz. Me contó que ese día no lo olvidaría jamás. Unas horas después de llegar a nuestro país, la selección española de fútbol ganó el Mundial de Sudáfrica. La gente estaba contenta. Pero ella no. Ella no había ganado nada. Más bien todo lo contrario. Había gastado todo el dinero que tenía en conseguir una plaza en esa patera. Cosas de las mafias que trafican con los seres humanos. Aunque parecía que estaba ante el comienzo de algo importante. Quizá su sueño se empezaba a cumplir. En la patera que la trajo desde Melilla viajaban casi cincuenta personas. Hacinados como bestias, sin comida, sin agua potable. Sólo gente y miedo. Era imposible saber con exactitud el número de pasajeros. Iban mujeres embarazadas y niños pequeños. Bebés con apenas unas semanas. Cuando ya divisaban las luces de la ciudad de Motril, el barco comenzó a hundirse. Murieron dos mujeres y dos niños. Me dice que de eso no quiere hablar.

—Duele, —dice, tocándose con ambos manos el corazón, intentando sonreír, sin conseguirlo.

Llega el bocadillo y se lo come en dos minutos. El refresco, que es de naranja, se lo bebe de un solo trago. Le digo que si quiere algo más. Me pregunta que si se puede tomar un helado. Se pide uno de chocolate.

—El más grande que tengas, —le digo al camarero, porque, una vez más, mi mala conciencia, blanca y europea, me obliga a ello.

Llega el helado y observo a Fátima, mientras se lo va comiendo, como una niña chica. Cuando termina me da las gracias y yo sonrío, medio avergonzado, pensando que, de encontrarme en su situación, es lo menos que le pediría a alguien: un bocadillo, un refresco y un helado. Un rato de charla amistosa. Tampoco es para tanto. Le pregunto por la familia que dejó en Senegal. Su madre y su padre, anciano y enfermo, y dos hijos. Su marido murió en la guerra.

—¿Los echas de menos?, —pregunto estúpidamente.

—A todas horas, —es su respuesta.

Me cuenta que a veces piensa en tirar la toalla, en dejarlo todo y volver a su país, abrazarlos, volver a sentir la piel suave de sus hijos entre sus brazos. Besarlos. Pero sabe que no lo hará. Estaría admitiendo su fracaso. Y no hay nada peor que eso. Mejor morir que volver sin dinero.

—No podría volver a mirarlos a los ojos, si hiciera eso, —me dice.

Luego se echa al hombro su fardo y sigue su camino, no sin antes darme las gracias una docena de veces.

Algunos días más tarde, vuelvo al puerto, y me cruzo con un grupo de africanos que tratan de vender sus bagatelas entre los turistas despistados. Le pregunto a uno de ellos si conoce a Fátima.

—¿Fátima? ¿Qué Fátima?, —me contesta, a su vez, con una pregunta.

Trato de explicarle lo mejor que puedo los datos que tengo, que no son muchos. Al final, parece que sí, que la conoce.

—Dime qué sabes de ella, —le pido.

—Ya no está por aquí. Se fue a Granada. —Es todo cuanto dice.

Esta mañana, cuando los días claros del verano andaluz quedaron lejos y la navidad está a la vuelta de la esquina, he ido a tomar un café al bar de Carlos. Mientras tomaba mi café con leche sin azúcar me he puesto a echarle un ojo al diario. Al llegar a la página siete he visto la foto de una chica negra con unos ojos grandes como platos que miraban hacia ningún sitio. Era Fátima. El titular de la noticia hablaba de un incendio en un piso de Granada ocupado por un grupo de africanos y de varios muertos, asfixiados por el humo. Una de las personas muertas es Fátima. He dejado unas monedas en el mostrador y he salido a la calle, apretando el paso, devorado por la rabia y la impotencia. Ya casi habían pasado los treinta minutos diarios que tengo para el café.

 

Este relato está incluido en el libro Un mundo lleno de canciones de amor espantosas, publicado en 2014 por la Editorial Alhulia.

https://mimargenizquierda.blogspot.com

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