TEXTO: Rafael Calero Palma (escritor y poeta).
… el amargo destino de unos seres oscuros y lejanos.
José María Moreno Carrascal
Paco, el Loco tiene medio cuerpo metido en un contenedor de basura. Ana, su mujer, está junto a él, sosteniendo la tapa. Buscan comida.
—Sujeta la tapa con fuerza, —ordena el hombre.
Ella obedece.
— Ten cuidao, no vaya a ser que se me caiga encima y me rompa la crisma.
—No te preocupes que no la suelto, que todavía controlo un poco, que no estoy tan hecha polvo, —contesta ella.
El hombre tiene cuarenta y dos años. La mujer cumplió los treinta y cuatro hace unos días. Pero ambos parecen mayores. Han envejecido prematuramente. Visten con ropas viejas y muy sucias. Él lleva puesto un chándal de color verde con rayas amarillas en las mangas y una camiseta negra, con la imagen de Camarón y con la palabra Vive en tamaño grande escrita en rojo debajo de la figura del cantaor gaditano. La camiseta tiene más de un agujero, aunque a él le gusta tanto que sólo se la quitará, según se le ha oído decir en más de una ocasión, el día que esté completamente hecha trizas. En los pies lleva unas chancletas viejas y medio rotas, ni rastro de calcetines, como si fuese verano, pero no lo es. Es noviembre y ya va notándose el frío otoñal. Ella viste unos vaqueros desgastados que algún día fueron azules, una camisa blanca y una chaqueta negra de polipiel que encontró en un contenedor de los que se usan para reciclar la ropa usada. De esos contenedores es de donde Paco, el Loco y Ana sacan básicamente la ropa que usan. Esos contenedores son su Corte Inglés particular. Ella calza unas zapatillas deportivas baratas de color blanco. Lo del color blanco es un decir, porque en realidad están tan sucias que, a simple vista, no se aprecia que una vez fueron blancas. Tanto él como ella están muy delgados. Los dos tienen el pelo largo, sucio, recogido en una coleta. Los dos tienen la piel curtida por vivir a la intemperie. Los dos han perdido el brillo en los ojos.
Paco, el Loco no está loco. Al menos, no más que otros que andan por ahí. El apodo le viene de cuando era pequeño y en la escuela, cuando se mosqueaba, le daban como unos ataques que lo volvían majara. Y se pegaba con todo el mundo, sin importarle la edad de su contrincante o que fuera mucho más fuerte que él. Ahí empezaron a llamarlo así y al final, se quedó con el nombre. Pero loco, lo que se dice loco, no está.
Paco, el Loco siente absoluta veneración por la figura de Camarón. Por eso se tatuó su rostro en el hombro derecho. No existe nada ni nadie en el mundo a quien adore con la beatitud con la que adora al cantaor de flamenco. Todavía hoy, treinta y tantos años más tarde, recuerda, como si hubiese sido ayer mismo, un recital de Camarón al que lo llevó su padre. Sobre el escenario, dos personas, el cantaor y su acompañante, un muchacho jovencísimo al que todos llamaban Tomatito, que tocaba la guitarra como un ángel que hubiese bajado del cielo. Era el verano del setenta y ocho y Paco, el Loco, descubrió aquella noche estival que no había otra voz que se pudiese comparar a la de Camarón, y que ningún otro cantaor tenía la sabiduría ancestral y los recursos técnicos para cantar como lo hacía José Monge. Aquella noche, las bulerías, las alegrías, los fandangos, los tangos de aquel artista salvaje, anárquico, impredecible y excepcional se grabaron a fuego en el corazón de Paco, el Loco.
Si uno se acerca a la pareja, la primera palabra que se viene a la cabeza es mugre. Huelen fatal. Es un olor espeso, rancio, muy desagradable. Una mezcla de sudor, basura y mierda. Un hedor antiguo, de esos que se pegan al cuerpo como una segunda piel. Ellos ya no lo perciben porque se han acostumbrado a convivir con esa pestilencia. Pero el resto de los mortales sí que lo nota. Como para no darse cuenta. En parte, este es el principal motivo por el cual, hace un par de meses, dejaron de ir al comedor social al que acudían a diario. Las monjas les dijeron que se tenían que duchar con más frecuencia. Que nadie quería compartir la comida con ellos. Y a ellos aquello les molestó. Ni que fueran los únicos que no iban limpios. Y se fueron de allí maldiciendo a las monjas y al resto de los comensales. Desde entonces se buscan la vida como pueden. Y una de las maneras es rebuscando en los contenedores de basura que hay a la puerta de algunos supermercados. Y desde aquel día, no quieren a una monja ni en pintura, a pesar de que las religiosas siempre se han portado bien con ellos.
—¿Ves algo ahí dentro que merezca la pena?, —pregunta la mujer.
—Espera, coño, y no seas tan impaciente, —responde el hombre, con malos modos—. Cuando te entran las prisas, no veas lo pesá que te pones, hostia.
—Es que tengo mucha hambre, —es la única respuesta que se le ocurre a la mujer—. Desde esta mañana sin comer, tú me dirás cómo estoy.
—Claro, como yo he estado comiendo en el Hotel Meliá… No te jode.
El contenedor en el que está buceando el hombre se encuentra situado en la puerta de un supermercado de una famosa cadena cuyos locales están repartidos por toda la geografía española, ya que en la última década, han proliferado por todas partes como champiñones. Se dice que hace unos siglos una persona podía cruzar toda España, desde Bilbao a Algeciras, pisando de árbol en árbol sin poner un pie en el suelo ni una sola vez. Pues ahora, una persona podría hacer el mismo viaje, de norte a sur o viceversa, comprando en cada pueblo en uno de los supermercados de esta cadena. No en vano, su dueño, ocupa el puesto número dos en una lista de ricos españoles elaborada por una famosa revista americana. Pero de eso, de lo de la revista y de la lista de los ricos, Paco, el Loco y su mujer no tienen ni la más remota idea. Y bien mirado, ni falta que les hace.
—¿Qué? ¿Se ve algo o no? Es que si no hay nada, mejor tiramos pal Dani a ver si tenemos más suerte. Que cuando lleguemos, vamos a ser los últimos y nos vamos a comer una mierda, —insiste ella—.
—Espera, no seas impaciente, que aquí parece que hay algo, —dice el hombre, metiendo un poco más el cuerpo en el contenedor intentado coger algo que hay en el fondo—. Tú controla que no se caiga la tapa.
La pareja tiene tres hijos: una chica, que ahora anda por los dieciséis, y dos chicos, uno de catorce y el otro de trece, pero hace tiempo que no los ven. Desde hace tres años viven en otra ciudad, en una escuela hogar y están bajo la tutela del gobierno autonómico. Se los arrebataron los asuntos sociales. Por pobres.
Cuando se los llevaron, la familia vivía en una chabola que había construido Paco, con tablones y plásticos y otros materiales de derribo que había ido recogiendo de un vertedero cercano. Los cinco —más algún que otro perro que ya era como de la familia— dormían en un par de colchones que habían recogido de la basura o que alguien que ya no los necesitaba les había dado. Pero en aquel chamizo no había ducha, ni cocina, ni nada de nada, y las condiciones generales de higiene brillaban por su ausencia. Bien es cierto que los tres hijos iban todos los días al colegio, pero claro, sus compañeros se quejaban de que estaban sucios, y olían mal, y nadie quería sentarse junto a ellos. Estaba cantado que tarde o temprano pasaría lo que acabó pasando. Según la versión de Paco y Ana, algún hijo de la gran puta que no tenía otro sitio mejor donde meter las narices, hizo una llamada de teléfono, contó lo que ocurría con aquellos chicos, y un hermoso día primaveral del mes de mayo vinieron a por ellos. Aquella mañana en el barrio se organizó un despliegue que parecía que iban a detener a algún narcotraficante de los que parten el bacalao: varios funcionarios de la Consejería de Igualdad, Salud y Políticas Sociales, con su orden judicial firmada por el juez de menores, y unos cuantos agentes de la guardia civil escoltándolos, por si alguien ofrecía resistencia. Desde el colegio llamaron a Paco y a Ana para que se despidieran de los tres hijos y adiós, muy buenas. Desde aquel día el hombre y la mujer han visto a sus hijos en contadas ocasiones. Los primeros días de separación forzosa fueron muy duros para los pequeños, que no querían estar en la escuela hogar, y lloraban, porque lo que anhelaban era vivir con su padre y con su madre.
Pero el disgusto, la verdad, duró poco. En cuanto los niños se ducharon cinco días seguidos, se pusieron ropa limpia a diario, durmieron en una cama cómoda y cálida, comieron a la hora que había que comer, les dieron para merendar pan con aceite de oliva y jamón, y jugaron con juguetes de verdad, acabaron prefiriendo el cariño postizo de la escuela hogar a la miseria cotidiana de su chabola. Durante los primeros meses fueron alguna que otra vez a ver a sus padres. Algún que otro fin de semana. Pero ya no había marcha atrás. Habían probado lo bueno. Y si antes estaban acostumbrados al mal olor corporal, ahora, en sus nuevas condiciones de vida, ya no querían aquello. Así que a la cuarta o quinta vez, fueron los mismos niños quienes dijeron a los monitores de la escuela hogar que mejor ese fin de semana se quedaban allí, estudiando o haciendo los deberes del cole, o jugando a la play station o al baloncesto, o tocando la flauta. Cualquier cosa mejor que subirse a un autobús para volver a vivir durante todo un fin de semana rodeados de ratas y de basura.
—Toma, cógelo, —dice el hombre y le da a la mujer algo que se parece a una lechuga.
Ella la coge y la mira como si estuviese viendo un objeto absolutamente desconocido. La lechuga está bastante pocha, pero si uno le quita la parte que se ve peor, todavía quedan unas cuantas hojas que se pueden aprovechar. El hombre se incorpora y saca del contenedor el medio cuerpo que tenía metido dentro.
—¿Sólo esto? —pregunta la mujer, con disgusto, sosteniendo la lechuga en su mano derecha.
Él dice que sí con la cabeza.
—Estamos apañaos. A este paso, nos morimos de hambre. Hasta las ratas comen más que nosotros.
—Vamos al Dani, —propone el hombre—. Si nos damos prisa, todavía podemos pillar algo que merezca la pena.
Y ambos echan a andar con paso ligero, algo que parece un milagro, pues ninguno ha comido nada en las últimas diez horas. Viéndolos, parece mentira que aún les quede algo de energía para caminar a esa velocidad. Desde el sitio donde se encuentran hasta el supermercado Dani, debe haber, a ojo de buen cubero, unos tres kilómetros, más o menos. El hombre va tirando de un carro de la compra de loneta azul marino, medio desvencijado, que es, a estas alturas, una de las pocas posesiones valiosas que tienen. Junto a ellos pasan veloces algunos coches. Uno aminora la marcha y un grupo de jovenzuelos que no deben tener más de veinte años, les grita, sacando los cuerpos por las ventanas traseras:
—Asquerosos, muertos de hambre…
Y sus voces, mezcladas con fuertes carcajadas, se pierden a lo lejos
Pero Paco y Ana no responden a la provocación y siguen caminando, a toda prisa, porque saben que de la rapidez con que se muevan, depende que esa noche se acuesten con el estómago vacío o no. Así que en poco menos de media hora, se plantan en la puerta del supermercado. En este hay más contenedores, pero también hay más gente rebuscando entre la basura. La ley de la oferta y la demanda, la llaman.
—Mierda, —es lo primero que dice Paco al ver allí al numeroso grupo de indigentes—. Esto parece la Gran Vía el Día del Corpus. Me cago en la puta madre que me parió.
No obstante, ya que han ido hasta allí, deciden acercarse hasta los contenedores e intentan abrirse paso entre el numeroso grupo de los que andan rondando por allí. Hay tres contenedores, pero están cercados por una auténtica multitud, sobre todo personas mayores. Paco y Ana ya saben que hoy va a ser prácticamente imposible conseguir algo que llevarse a la boca.
—¿Y si tiramos para el Covirán que hay más abajo?, —propone la mujer—. A veces en ese hemos tenido suerte.
—De puta madre, —es lo único que se le ocurre al hombre.
Y echan a andar de nuevo, esta vez buscando el supermercado Covirán, a donde llegan en menos de diez minutos.
Y a primera vista parece que el esfuerzo ha merecido la pena. En este hay menos gente. Sólo tres personas, un hombre, una mujer y un bebé. Los dos adultos, de unos veinticinco años, pelo rubio y con pinta de eslavos. Los dos son muy flacos, están desnutridos, y como Paco y Ana, van mal vestidos. Son de nacionalidad rumana y chapurrean, como dios le da a entender, la lengua castellana. El hombre está metido dentro del contenedor y saca, de tanto en tanto, alguna pieza de fruta o algún yogur que, en su opinión, aún se puede comer. La mujer está fuera y sostiene entre sus brazos al bebé, que parece dormido. Cuando Paco y Ana se aproximan hasta ellos, el rumano, con cara de pocos amigos, les espeta:
—Nosotros antes aquí, vosotros a otra parte.
—Esto no es vuestro, no sois los dueños, —dice Paco, dispuesto a plantar cara—. Aquí hay comida para todos.
—Nosotros primero. Fuera, —insiste el rumano.
—Ni hablar, —vuelve a la carga Paco, el Loco—. Aquí hay suficiente para todos. Además, nosotros somos españoles y vosotros no. Nosotros estamos antes.
Pero los rumanos no están dispuestos a aceptar el argumento nacionalista y mucho menos a compartir lo poco que puedan encontrar en la basura. Así que el rumano da un salto con una agilidad pasmosa y sale del contenedor.
—Mi mujer y yo primero. Todo nuestro. Comida nuestra. Nosotros niño pequeño. Son normas, —dice en tono amenazante.
—Y una mierda, —se encara Paco—. Las normas son que nosotros también vamos a buscar en ese contenedor y si tienes los suficientes cojones, me lo impides.
Y luego todo ocurre muy deprisa. El rumano se va hacia Paco, caminando a toda velocidad, y de uno de sus bolsillos saca una navaja con las cachas de madera y con una hoja afilada de ocho centímetros y medio. Paco, que no se ha dado cuenta de que el rumano va armado, se pone delante. Y este, ni corto ni perezoso, sin mediar palabra, le mete la hoja de su navaja en el estómago, enterita, atravesando la camiseta con la imagen de Camarón. La saca y la vuelve a hincar, dos, tres, cuatro veces. Y Paco, el Loco siente un líquido caliente y viscoso descender desde su vientre hacia abajo. Un líquido que le empapa la camiseta y el pantalón, como si se hubiese meado. Y antes de que alguien pueda darse siquiera cuenta de lo que ha ocurrido, el hombre yace bocarriba en un gran charco de sangre, agonizando, mirando, sin ver, el cielo estrellado, mientras Ana, impotente, llora, arrodillada junto a él, sosteniendo las manos de su marido entre las suyas. Y a todo esto, los dos rumanos se alejan, a toda prisa, calle abajo, con su bebé, dejándose tras de sí, apilada junto a uno de los contenedores, la comida que habían conseguido rescatar de la basura.
(Relato incluido en Un mundo lleno de canciones de amor, Editorial Alhulia, 2014)
(Relato incluido en Un mundo lleno de canciones de amor, Editorial Alhulia, 2014)
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