TEXTO: Mar Oliver. Maestra.
–“Pero vamos a ver, ¿tú eres ecologista, feminista, animalista, de izquierdas, perroflauta…tú qué eres?”
–“Soy ecofeminista”.
–“¿Ecoqué? – con carita de haber visto un Bigfoot en Triana.
–“Ecofeminista, sí, ¿qué pasa?”.
Hace dos años, tras la manifestación del 8 de marzo, conversando entre cervecitas con un amigo y compañero de profesión sobre política, activismo, cambio climático y otros muchos temas que aparecían concatenados casi sin control, él se sinceró conmigo y me dijo: “cariño, te escucho hablar y sé que llevas razón, que tiene toda la lógica y que esto que me cuentas es de sentido común, pero, cari, la gente está pensando en qué se pone mañana, en saber si la Pantoja sigue en La Isla o si Norecuerdoelnombre, de Mujeres y Hombres, se gana la vida con los bolos y cobra más que Cualquiercurrito, cosas así; esa gente vive en otro planeta paralelo, y es, perdona que te lo diga, la mayoría”. ¡Cuánta razón llevaba mi colega!, o quizás no; quizás las extraplanetarias somos las que no conseguimos conectar con “la gente”.
El panorama ya es crudo para las feministas; toda la fuerza negacionista, y contraria a la renuncia de privilegios de los hombres, arremetiendo contra cada una de nosotras.
El panorama es más que crudo para las ecologistas; al negacionismo del cambio climático se suman las fuerzas, supuestamente afines, que toquetean el asunto con manazas no siempre “hidroalcoholizadas”.
Imaginad si mezclamos estos dos desesperanzadores panoramas en la coctelera social (la gente de la que hablaba mi amigo), personificado en individuas como yo, que se empecinan en mantener la opción activista minoritaria mientras se sigue ocupando del trabajo remunerado, además de la comida, la plancha, la limpieza, las hijas… e intenta, además, incorporar a su vida personal las consignas ecologistas en supermercados repletos de plásticos y en una ciudad que se empeña en pisar cemento y respirar CO2. Este refrito vital, que requiere un esfuerzo titánico, habla por sí solo de la casi marginalidad social de mi identidad ecofeminista, y por supuesto revela la escasa capacidad de explicar una postura que sería más obvia si viviera en una humilde casita con huerto y placas solares.
Quizás el problema radica en los términos que utilizamos para denominar tal o cual línea de pensamiento. Si ya cuesta explicar el feminismo, no os podéis hacer una idea lo que es ponerle el prefijo “eco”. Eso ya es como, “a ver, esta señora Flowerpower, ya entradita en años, qué me está contando”.
No importa cuan conocidas sean, por ejemplo, Alicia Puleo o Yayo Herrero, entre otras decenas de mujeres sobresalientes por su capacidad de explicar y difundir la relación indisoluble entre ecología y feminismo; no importa porque lo preocupante es que ellas, tan reconocidas públicamente, también son extraplanetarias para la inmensa mayoría. Así que para una maestra de andar por casa como yo, que se maneja en el activismo político y social como puede, el reto de dar respuestas es casi una gesta habitual.
En docencia, sabemos perfectamente que para que un aprendizaje llegue a ser efectivo ha de conectar con las ideas previas que ya existen en nuestro entramado mental. Si en ese entramado la ecología se simplifica en “salvar ballenas” y el feminismo en “que te ayuden en casa” (ideas mayoritarias), no podemos intentar movilizar esos pensamientos desde los discursos ecofeministas híperelevados, porque además ya tienen bastante con no ser de este planeta.
No obstante, considero que no es tan difícil de entender si se pone un poquito de empeño; la existencia del ser humano está en riesgo porque estamos destruyendo nuestra casa, explotando sus recursos naturales al tiempo que a las mujeres, que son las que sostienen la vida sin que ello cotice en bolsa. Utilizo un símil: cualquier empresa, por muy mal gestionada que estuviera, obtendría “beneficios” si se le exime de pagar materia prima, energía y a la mitad de su plantilla. ¡Todo un chollo para el propietario! Pero si dicha empresa se provee de recursos (naturaleza) pagando un precio justo por ellos y cuidando a todos sus trabajadores y trabajadoras con sueldos y horarios adecuados para la vida plena (mujeres), el chollo será para el bien común.
María Giulia Constanzo, otra extraplanetaria sobresaliente, dibujaba hace unos días, en una magnífica ponencia, un iceberg somo símbolo de la economía global; en la punta, la parte visible, aparece todo aquello que se puede contar con dinero, lo supuestamente productivo; en la parte de abajo, un 80 % sumergido bajo el mar, están los trabajos de cuidados, la casa, la familia, la educación, la sanidad, el amor… Bienes incontables e inmateriales que sustentan de forma invisible el iceberg. Pero hay algo más, la punta del enorme bloque de hielo no tiene en consideración el resto y, además, con su actividad dañina para los ecosistemas, está derritiendo poco a poco todo su ser, condenándose a sí mismo al dolor progresivo de la desaparición.
Que esto no va de salvar ballenas ni de ayudar en casa; esto va de salvar la vida, en general, la de las ballenas y la de todo bicho viviente del planeta (incluyendo a Norecuerdoelnombre), y de entender que lo invisible lo es porque quienes manejan el 20 % del iceberg que sí vemos hacen todo lo posible por mantenernos bajo el agua.
Queridas ecofeministas o en vías de serlo: dejad un momentito el ordenador o la fregona, lo que sea que tengáis entre manos, daos un baño de espuma extraterrestre, buscad aliadas (o aliados, aunque esto ya es emular a Pinito del Oro –no soy tan mayor; eran cosillas que decía mi madre–) con las que charlar sin necesidad de hacer pedagogía (esto de la pedagogía social también me ha sonado siempre un poquito pretencioso), solo por el placer de escuchar y reír en un mundo que nos ignora. La militancia no debe mangonear nuestras propias vidas; cuidarnos en la lucha es la mejor de las victorias. Quizás en el gozo encontremos el modo de explicarnos ante la gente sin grandulocuencias ni etiquetas que nos limitan y, lo peor de todo, nos hacen sufrir.
Soy ecofeminista, sí, ¿qué pasa?, pero ya se lo explicaré a Bigfoot otro día, que ahora no tengo ganas.
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