“¡Es un niño! / Ya lo sé, me lo dijo San José. / Ella es virgen y divina. / Lo adivina”. Hasta aquí llega mi memoria de un ya añejísimo teatro que hicimos en mi colegio por Navidad cuando tenía unos ocho o nueve años. Aquella actuación formaba parte de una obra rompedora en aquel entonces porque no eran reyes magos los que decían los diálogos sino las Reinas Magas de Oriente. Que, eso sí, se llamaban Melchora, Gaspara y Baltasara. No fui reina, no. Fui paje de Melchora. Aunque en otro episodio de mi vida tuve la oportunidad de ser Baltasara…
Lo que aquí vengo a resaltar es la osadía de ya, en aquel entonces, en la década de los 80 del pasado siglo, reinventar la historia imperante y decidir que tres mujeres podían ser reinas y magas y entregar al niño -ahí no hubo ruptura- el incienso, la mirra y el oro. No puedo recordar la obra completa, ni lo que ocurría, al margen de que los reyes habían cambiado de género. Pero recuerdo que aquello (me) visibilizó la posibilidad de que ellas, de que nosotras, siempre tan olvidadas y humilladas por la historia, pudieran ser las protagonistas. Y de que si éramos capaces de inventarnos una realidad alternativa, lo que dábamos por sentado, que era la realidad real, igual también pudiera ser una realidad ficticia. ¿Tiene sentido?
Porque ¿de verdad que no ha existido jamás en toda la historia antigua y moderna ninguna mujer ‘maga’, con el significado de sabia? Está claro que es una pregunta retórica. Cerremos los ojos y viajemos en el tiempo. Enheduanna (‘ornamento del cielo’) además de escribir poesía y prosa, era una princesa y sacerdotisa que vivió con plenitud y todos sus sentidos en la antigua Mesopotamia del siglo 23 a. C. Es la primera persona en la historia en crear obra literaria propia y en cuneiforme, una antigua forma de escritura que usaba tablas de arcilla, aunque las originales se perdieron y solo quedaron copias del 1.800 a. C. (del periodo paleobabilónico y posterior).
En el tercer milenio antes de Cristo, una época convulsa en Mesopotamia, y donde, como aseguraría Virginia Woolf “Anónimo era una mujer”, una sacerdotisa encumbra su nombre con obras literarias, algunas de ellas dedicadas como presente a Inanna, la diosa mesopotámica del amor. La historia de Enheduanna es rica en matices y os animo a leer sobre ella, pero aquí la menciono porque para mí es una de las reinas magas de la historia, desconocida y olvidada.
Como también perdida y agraviada ha sido Lilith, considerada la primera mujer existente, antes de Eva, y creada como Adán (que no de él). Por rebelarse contra los designios divinos y no querer vivir a la sombra de su compañero, se fue por decisión propia del Paraíso para vivir su vida y su sexualidad sin el yugo del hombre. La cultura judaica y cristiana la convirtieron en un ser demoníaco para dar ejemplo de cómo no debe ser jamás una mujer: desobediente y con entidad propia. Otra reina maga que, en realidad, desde el origen de los tiempos nos enseñó y regaló el don del libre albedrío y la libertad del ser.
Y, del primer vagido de la humanidad, viajamos a la Edad Media. Ahí rescatamos a mi tercera dama real: Hildegard de Bingen, una polifacética abadesa alemana que también fue compositora, filósofa, física, naturalista, poeta y lingüista. Con ella el medievo se llenó de luz y fue un faro imprescindible entre las sombras de la ignorancia de la época. Escritas quedaron grandes palabras, aunque me quedo con una frase escueta e inspiradora que dice mucho con poco: “¡Oh, figura femenina, cuán gloriosa eres!”.
Así que, ya sea hace 4.000 años, desde el origen de todo, o desde hace más de un siglo, sirva este superficial recorrido por mis gustos y criterios para que las niñas -y los niños, por supuesto- sepan que reinas magas han existido y existirán siempre. Para abrirnos camino y traernos presentes más intangibles que el oro, incienso y mirra. Para recordarnos que siempre, a pesar de todo, podremos ser y hacer lo que nosotras decidamos. Felices reinas, feliz vida.
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