Desde las tragedias griegas hasta hoy en día, la asociación entre música y drama es inherente a todas las sociedades y culturas. En todas las épocas la humanidad ha sentido la necesidad de plasmar en sus momentos de ocio la sincronía entre la música y el texto. Aunque la palabra ópera procede del plural latino de opus (obra) y, en este sentido etimológico, podría aplicarse a cualquier conjunto de creaciones artísticas. Pero, en realidad, cuando uno piensa en la ópera, piensa en teatro cantado.
Habría que remontarse al año 1600 y a una boda, para localizar los orígenes de la ópera. Fue durante la boda de María de Médicis con el rey Enrique IV de Francia, cuyos festejos duraron más de una semana, en la que de forma novedosa se representaron Eurídice, una obra de Jacopo Peri, y Dafne, basada en el texto del poeta Rinuccini, donde el texto, en lugar de ser hablado, fue cantado. Se habían utilizado como referencias las Pasiones, cantadas en las iglesias durante la Semana Santa, así como la Representación del alma y el cuerpo, de Cavalieri.
La circunstancia de que a este evento acudiera el Duque de Mantua, acompañado de su compositor titular, Claudio Monteverdi, provocó que el propio Monteverdi compusiera la que sería la primera obra escrita para ser cantada, La favola de Orfeo, la cual se conserva íntegramente, siendo La Coronación de Popea la culminación de este nuevo género musical. En esta última obra nos cuenta los amores entre Nerón y la ambiciosa Popea, la cual consigue seducir al emperador y obligarle a que repudiara a su esposa la emperatriz Octavia, y hasta el asesinato de Séneca. Para ello, Monteverdi no dudó en utilizar escenas de seducción y erotismo, mezclado con escenas de celos. Además, tampoco dudó en finalizar la obra con un dúo entre Nerón y Popea en el que expresan el placer de encontrarse al fin solos, liberados de todo lo que se interponía en su amor. Como se puede comprobar, Popea encarna los estereotipos de género que acompañarán a la ópera, hasta bien entrada el siglo XX.
Tras esta primera ópera se sucedió un periodo en el que los reyes y gobernantes utilizaron las óperas serias, como vehículos aleccionadores. Para ello, los protagonistas pasaron a ser dioses y diosas, los que se suponía que eran el reflejo de estos gobernantes, y personajes alegóricos, como la Virtud, la Fortuna o el Amor. Tan solo algunos compositores lograron traspasar este convencionalismo, para crear otras óperas más mundanas.
Es en la obra de Henry Purcell, Dido y Eneas, compuesta en 1689, donde aparece por primera vez la figura de la hechicera, una mujer que encarna cualidades negativas, como envidia, celos y crueldad, al intervenir entre el amor de la pareja de Eneas, un príncipe troyano, y la princesa Dido. En dicha ópera podemos escuchar el Lamento de Dido, donde canta: When I am laid in earth… remeber me, considerada como una de las mejores arias de la Historia de la música. Finalmente, Dido muere de pena tras el abandono de su amado, algo que también va a ser una pauta común en las óperas.
Nace así el primer estereotipo que cobró fuerza con el tiempo, el de las hechiceras. Los autores masculinos de las óperas recurren a estos personajes femeninos para encarnar los peores valores. Mientras que en la sociedad las mujeres marginales fueron consideradas locas o brujas, en el teatro, cuando a una mujer le otorgaban poder o poderes ajenos al poder político, será considerada hechicera (o la acusarán de serlo). Eran personajes malvados, que intervenían para romper el amor. Extrañamente, este poder extraordinario fue reservado solo para las mujeres. Aparecen muy pocos hombres con atributos mágicos.
Las puestas en escena eran grandiosas, aparecían ninfas, sátiros, tritones, sirenas, y aparecían criaturas prodigiosas que bajaban del cielo colgadas de un gancho, volviendo a desaparecer. Todo ello como acompañamiento a lo que de verdad importaba: la voz. Una voz que inundaba todo el espacio, salones o teatros. Y es que, a mediados del siglo XVII empieza a popularizarse y ser accesible para el gran público. Se empiezan a construir teatros por toda Italia, a la vez que los argumentos y temas tratados en las óperas se van diversificando. Los teatros se convirtieron en un lugar de reunión, donde se trataban negocios, se arreglaban matrimonios y se servían refrigerios.
Pero, a pesar de que se prodigaran personajes femeninos, hay que explicar que las mujeres no pudieron cantar, sino que esos papeles femeninos fueron interpretados por los castrati, hombres que, de niños, habían sido castrados para preservar sus voces. Fruto del texto de San Pablo a los Corintios: «Que las mujeres guarden silencio en las iglesias», la Iglesia romana aplicó al pie de la letra esta consigna, que atravesó los muros de los recintos religiosos y les apartó por completo de los escenarios públicos. Este ostracismo era perfectamente acorde con la moral de la época. Tengamos, como ejemplo, la imposibilidad de papeles interpretados por mujeres con el teatro de Shakespeare.
Esta ausencia de mujeres se mantuvo hasta el siglo XVIII, cuando empezaron a competir con los castratis, no en su potencia de voz, sino en belleza. La popularidad que adquirieron estas prima donnas fue creciendo, y el público prefería ver a una mujer en lugar de a un hombre disfrazado. Las actrices aprendieron a cantar y empezaron a rivalizar con los castratis por los papeles femeninos. Poco a poco, al igual que pasara en el mundo de la pintura, las cantantes fueron surgiendo de las familias de músicos y del personal artístico. Mujeres que pudieron acceder a la interpretación y al canto, desde la cuna.
¿Y qué pasa con las brujas?
Los estudios actuales calculan que, entre los siglos XV y mediados del siglo XVIII, se habrían condenado a muerte entre 40.000 y 60.000 personas por brujería. A esta cifra habría que sumar los linchamientos y asesinatos, sin que hubiera juicio de por medio, lo que impediría contabilizar la cifra con exactitud. No hay duda de que la brujería fue uno de los fenómenos más dramáticos de la Europa moderna y sus consecuencias fueron terribles: decenas de miles de personas acusadas de connivencia con el diablo, de las que, la gran mayoría, serían mujeres. También habría que añadir la persecución a la que fueron sometidas todas aquellas mujeres que se salieran del marco normativo social de esta época.
Podemos comprobarlo con la bula Summis desiderantes affectibus, en la que el Papa Inocencio VIII formuló una condena radical de todos aquellos que cometieran actos diabólicos y ofendieran así la fe cristiana: «Muchas personas de ambos sexos se han abandonado a demonios, íncubos y súcubos, y por sus encantamientos, conjuros y otras abominaciones han matado a niños aún en el vientre de la madre, han destruido el ganado y las cosechas, atormentan a hombres y mujeres y les impiden concebir; y, sobre todo, reniegan blasfemamente de la fe que es la suya por el sacramento del bautismo, y a instigación del Enemigo de la Humanidad no dudan en cometer y perpetrar las peores abominaciones y excesos más vergonzosos para peligro mortal de sus almas». Así, la lucha contra la herejía sirvió de pretexto para lo que se denominó “caza de brujas”, a partir del siglo XV. Pero se intensificó a mediados del siglo XVI, justo en el momento en el que las óperas nacían.
Fiel al reflejo de este pensamiento, las hechiceras se convirtieron en la encarnación de la sabiduría, el conocimiento y el mal. Aunque el antropólogo Julio Caro Baroja distinguía entre brujas y hechiceras, lo hizo solo en función del lugar donde estas mujeres habitaban, siendo las brujas las que actuaban en las zonas rurales, y las hechiceras en las zonas urbanas. Es, sin embargo, Carmelo Lisón quien las diferencia, dependiendo del hecho de usar la magia, renegando o no de la fe católica. Unas figuras que evolucionarían desde la hechicera de la Edad Media a la bruja satánica de mediados del siglo XVII. Precisamente, en España, en 1611 se produjo el conocido proceso inquisitorial de las llamadas Brujas de Zumarragurdi, de donde salió todo un posible protocolo para convertirse en bruja: Señor, en tu nombre me unto; de aquí en adelante yo he de ser una misma cosa contigo, yo he de ser demonio.

El origen
Pero, ¿quiénes fueron, realmente, las mujeres llamadas brujas? Quizás la primera figura mitológica encargada de magia y hechizos fue la diosa Hécate quién, junto con Artemisa y Perséfone, formó una triada mágica. Hécate está considerada como la inventora de la hechicería y se encuentra representada como una figura de triple cuerpo, las tres edades femeninas. Otra de las magas de la antigüedad es Circe, quién transforma en cerdos a los compañeros de Ulises. O Medea, que prepara los ungüentos y brebajes a Jasón. Es decir, desde un principio fueron las encargadas del cuidado de la salud. Mientras los ricos recurrían a un médico, la mayoría de la población confiaba en las curanderas y parteras. De preparar medicinas a ser consideradas hacedoras de hechizos, fue solo un paso.
Volviendo a la ópera, hay un gran número de obras que incorporan a la figura de la hechicera bruja. Había nacido el arquetipo de mujer solitaria y libre. Desde esa primera de Dido y Eneas, donde la hechicera se divierte separando a una pareja enamorada, hasta provocar la muerte de Dido, hay toda una evolución de personajes. Más adelante, en 1735 fue Alcina de Haendel, otra hechicera que seducirá al caballero Ruggiero para separarlo de su novia Bradamante, aunque sería vencida y triunfaría el amor de los amantes. También destaca el papel de la hechicera Ulrica, de la ópera Un baile de máscaras, de Verdi, con poderes adivinatorios y premonitorios, aunque no le sirvan para salvar la vida del gobernador Riccardo. Otra de las óperas con hechiceras sería Macbeth, también de Verdi, donde tres hechiceras le avisan de su próximo asesinato. Por último, la hechicera del bosque de la ópera Hansel y Gretel, de Engelbert Humperdimk, donde el papel pasa a ser el de la típica bruja sin nombre que quiere comerse a los niños. Todos los arquetipos reflejados en una sola.
Aunque pueda parecer que la ópera es un género estancado en el pasado, nada más lejos de la realidad. Sigue viva, en una multiplicidad de estilos, a la vez que sobreviven las óperas del pasado. Si aún no han escuchado ninguna, atrévanse a ello. Hay todo un mundo fantástico, lleno de risas y llanto, de comedias y dramas… Repleto de voces que impregnan de luz las salas de los teatros del mundo.

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