Nací entre costuras. Entre máquinas de coser, hilos, agujas y mujeres.
Mi vocabulario básico infantil incluía Singer, Alfa, pespunte, dobladillo, cremallera, tijeras, hilván, dedal, presilla, botón, patrón, Burda, retal, Ciudad de Londres, hilo, puntá, fruncío.
Toda mi clase sabía lo que era la Ciudad de Londres y era excusa para un chiste (‘hoy he estado en la ciudad de Londres’). Era una tienda que aún resiste en pleno centro de Sevilla y que era el sitio donde abuelas, madres e hijas iban a comprar tela para cortinas, un vestido, una ropa de estufa o lo que se terciara. Las telas y retales se exponían sobre madera, aún se exponen. Los dependientes sabían de telas y de costura, te aconsejaban, impecables.
Ya no se usa mucho la palabra costurera. En realidad, a mi madre nunca le oí referirse a sí misma como tal, aunque haya hecho lo que se dice que hacen las costureras: coser y confeccionar, o arreglar, ropa blanca y prendas de vestir. Mi madre, además de trabajar fuera de casa en un almacén, siempre ha cosido pa la calle, que es como se dice aquí. Como cosía sin patrones, le gustaba más la palabra modista, como me dijo una vez, sabedora de que este último término se lleva toda la gloria. Porque el trabajo de costurera es eso, trabajo invisible, tenaz, esforzado, que acaba con dolores crónicos y la vista cansada más de la cuenta. Y mal pagado, acaso porque se heredaba de madres a hijas y era cosa de mujeres. No como los modistos, que son diseñadores ellos y nos visten de mamarrachas de alta costura.
Mi abuela sabía coser y tenía una Singer manual de estas que acaban en un bar retro. Mi madre se compró una Alfamatic profesional, con el pedal electrónico, que aún usa. Las niñas debían aprender cosas útiles para ahorrar dinero y, si hiciera falta, que la hacía tarde o temprano, te podías dedicar a ello, a coser pa la calle, como un complemento, al sueldo del padre o al otro sueldo de la madre, en todo caso no se le llamaba profesión ni oficio. A mí me tiraban más los libros, las revistas de moda, los recortables y los dibujos que la aguja y el hilo, a pesar de que mi madre decía que ‘tenía idea’.
Los años han ido corriendo, han ido cerrando tiendas de telas a la par que han ido abriendo más y más tiendas de multinacionales del textil. Los trajes hechos a medida han quedado para minorías pudientes. El paisaje de la moda es homogéneo, uniforme, barato, cutre. Quienes hacen tal avalancha de prendas ya no son costureras, sino trabajadoras del textil, diría que esclavas, la mayoría en países empobrecidos.
Mi madre sigue cosiendo y haciendo arreglos, ya jubilada de su otro trabajo, por el puro gusto de coser. Yo me asombro de que haya aún alguien que prefiera arreglar una prenda, antes que tirarla y comprarse otra nueva. Como diría H. Menkell, el mundo se fue a la mierda cuando dejamos de remendar los calcetines.
No digo yo que sigamos remendando calcetines, ni cogiendo punto a las medias; pero seria maravilloso encontrar ropa confeccionada con buen patronage y buena costura. Si además las telas fueran buenas y el precio adecuado, entonces seria una maravilla. Las nuevas tendencias de slow fashion no consiguen vencer a los hábitos ya adquiridos de comprar mucho, piezas mal hechas, que pasan de moda cada temporada, pero que son tan baratas que no dudamos. Pero eso es otro tema. Mi tia, como tu madre, era costurera pero solo cosía para los de casa. Nos hacia los vestidos para estrenar en la fiesta del pueblo, unos camisones todo lo opuesto a sexi, el uniforme del colegio o cualquier prenda que necesitáramos. Mi madre lo complementaba con el punto para hacer rebecas y los bordados y encajes para adornar. Como. A ti, me tiraban más los libros, así que aprendí poco. Pero aprendí lo suficiente para sufrir con esos modelos de mala calidad que inundan las tiendas, y acorralada por la imposibilidad de encontrar ropa de buen patronage y bien rematada. Gracias por el texto