Un día, sin que lo esperásemos, hizo ¡chas! y apareció a nuestro lado. Se metió en nuestras casas a través de la pantalla de nuestra televisión, presentando un programa de música en la 2, del que casi nadie se acuerda: FM2, dirigido y co-presentado por el comandante en jefe del periodismo musical español, el gran Diego Manrique. Era la más moderna, la más guapa, la más sexi. Además, tras su hermosa fachada de diosa vikinga, adivinábamos una mujer terriblemente inteligente. No nos equivocábamos. Se llama Christina Rosenvinge (Madrid, 29 de mayo de 1964) y ha escrito algunas de las canciones que más me gustan de las últimas dos décadas.
TEXTO: Rafael Calero Palma (escritor y poeta).
Y es que en Christina Rosenvinge todo es absolutamente personal: sus discos, sus canciones, sus actuaciones, su manera de decir las palabras, su forma de agarrar la guitarra. Cada detalle, cada apunte, cada pincelada que da nos sitúa ante una mujer única. Todo lo que hace lleva su sello. No renuncia a sus influencias, que van de la Velvet Underground de Lou Reed y Nico a Serge Gainsbourg; de Nick Drake a Violeta Parra; de Tom Waits a Sonic Youth, de las Vainica Doble a Cecilia, por citar sólo algunos nombres importantes. Pero al fin y al cabo, son sólo eso: influencias. Al final, siempre las pasa por su filtro personal y las envuelve en ese papel de regalo mágico que las hace únicas. Adora, sobre todas las cosas, a Leonard Cohen, a quien conoció, precisamente, cuando tuvo ocasión de entrevistarlo para FM2. Desde aquel momento, se enamoró profundamente de la obra del cantautor y poeta canadiense, de quien ha versionado, por eje, “Famous Blue Raincoat” y “Halleluyah”.
Esta madrileña, hija de daneses afincados en España, empezó en esto de la música cuando apenas salía de la niñez. Eran los primeros momentos de la tan traída y llevada Movida madrileña. Y Christina cambió las zapatillas de ballet por el micrófono. Con quince años, estuvo en un grupo llamado Ella y los Neumáticos, en el que tocaba los tambores Edi Clavo, mítico batería de Gabinete Caligari. Por aquella época fue novia de otro miembro de Gabinete, Jaime Urrutia. Madrid despertaba del letargo de la dictadura franquista y aquella jovencita tenía muchas ganas de divertirse, de salir, de vivir. Fueron años, en sus propias palabras, de frenesí. Conciertos, exposiciones, cine. La vida resurgiendo después del oscurantismo. Después conoció a Álex de la Nuez, que había tocado en los Zombies de Bernardo Bonezzi, y juntos formaron Magia blanca, grupo de pop en el que también estuvo otra figura mítica de la época, el batería Toti Arboles. Tras su disolución, Álex y Christina se unen en el dúo homónimo en lo que sería su primer acercamiento al éxito más o menos masivo. Aunque aquello, evidentemente, no era lo que ella andaba buscando. Christina siempre ha querido llevar las riendas de su carrera y allí, obviamente, no lo hacía. La gota que colmó el vaso fue la participación en el Festival de la OTI. Muy a su pesar, se vio envuelta en algo que le revolvía las tripas. Así que, finalmente, dinamitó el proyecto justo cuando empezaba a funcionar comercialmente y los discos se vendían como churros.
A estas alturas de la película, la carrera en solitario de Christina Rosenvinge es tan amplia, tan heterogénea y tan brillante que tratar de resumirla en un par de folios es un ejercicio harto complicado. Una docena de discos en tres décadas: Que me parta un rayo (Warner, 1992), Mi pequeño animal (Warner, 1994), Cerrado (Warner, 1997), Flores raras (Warner, 1998), Frozen Pool (Soster Records, 2001), Foreign Land (El europeo/Karonte, 2002), Continental 62 (Smells Like Records, 2006), Verano Fatal (Limbo Star, 2007), Tu labio superior (Warner, 2008), La joven Dolores (DRO, 2011), Lo nuestro (El Segell, 2015), Un hombre rubio (El Segell, 2018). Gran parte de su obra está recogida en la caja Un caso sin resolver, que se publicó en 2014, y que contenía 4 cd, un dvd y un libreto. Para tan magna ocasión, la cantautora volvió a regrabar algunas canciones, imprimiéndoles unos aires renovados que les sentaban bastante bien.
Durante todo este tiempo, ha compuesto varias decenas de canciones a las que se les pueden adjudicar los adjetivos más dispares: luminosas, oscuras, tristes, divertidas, sensuales, reivindicativas, frágiles, feministas, combativas… En ocasiones ha echado mano de producciones más o menos convencionales, casi cercanas al mainstream, para, al disco siguiente, adentrarse en los pantanosos terrenos de la independencia más kamikaze. No es raro que entre los surcos de sus canciones suenen violas, chelos, violines y otros instrumentos poco comunes en los discos de rock. Siempre ha sabido rodearse de los músicos perfectos, de los productores ideales. Durante todos estos años, Christina ha colaborado con músicos tan dispares como Lee Ranaldo, de los Sonic Youth, Tim Foljahn, de Two Dollar Guitar, Luis Eduardo Aute, —la maravillosa voz de Rosenvinge se puede escuchar en los coros de Slowly, el disco que Aute publicó en 1992—, Rocío Márquez, —para quien compuso “Romance de la plata”— o Nacho Vegas, con quien publicó al alimón Verano Fatal en 2007, disco que presentaron en una gira conjunta por salas de media España. Yo tuve la fortuna de poder asistir al concierto que juntos ofrecieron en la sala Industrial Copera de Granada. Uno de esos momentos mágicos que tienen lugar una vez en la vida, y que te dejan flotando en una nube durante varios días, dando gracias a los dioses del Olimpo por haber estado allí.
De Christina Rosenvinge destacaría su manera de escribir, tan influenciada por la poesía norteamericana. En las letras de sus canciones hay mucha y muy buena poesía. Versos personales, en los que impera una complicada sencillez. Y es que sus discos están repletos de grandes canciones: “Señorita”, “Días grandes de Teresa”, “Flores raras”, “Sábado”, “Cerrado”, “La distancia adecuada”, “Canción del eco”, “Eva enamorada”, o “Romance de la plata”, por poner sólo algunos ejemplos de un cancionero tan rico como extenso. La lista es interminable. Todas las letras de sus canciones están recogidas en el libro Debut (Random House, 2019), en el que también se puede leer un ensayo sobre la escritura de canciones.
Si tuviera que elegir un disco de su dilatada discografía, creo que me quedaría con Flores raras. Es un disco grabado en directo, que ponía punto y final a la etapa que iba desde 1992 a 1998, la que engloba los discos con el sello Warner. Flores raras es un disco melancólico, casi triste, con un sonido impecable. Como digo, es un disco que marcaba el fin de una etapa, y eso se nota. Se adivina una cierta incertidumbre en él. Durante una época de mi vida lo escuché con mucha frecuencia. Y la gente se sorprendía bastante cuando les decía que Christina Rosenvinge era una de mis artistas favoritas y que, ese disco, era uno de mis preferidos. Ahora, por suerte, ya no es así. Christina Rosenvinge es una artista respetada y valorada, a la que revistas como Rockdelux dedican amplias entrevistas y que sale en la televisión con frecuencia.
En 2018 recibió el Premio Nacional de las Músicas Actuales que otorga el Ministerio de Cultura. Según el jurado, por «el potencial emocional de su obra y su proceso de búsqueda de una personalidad musical propia». Me alegró mucho cuando me enteré de la noticia, porque creo que es un premio merecido por múltiples razones, que se pueden sintetizar en una: su enorme calidad artística.
Espero que su próximo disco no se demore una eternidad. Mientras tanto, y para que la espera sea más llevadera, seguiré escuchando sus maravillosos discos, volviendo una y otra vez a sus hermosas canciones, profundas y melancólicas, dejándome envolver por esa voz única que tanto me emociona.
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