En España no siempre fue tan delicioso, ni aderezado con azúcar, miel o leche. El cacao, de hecho, no llega a nuestro país hasta 1534 y, a Europa, hasta el siglo XVII, cuando la casa de Austria casó a Ana de Austria con el Borbón Luis XIII (conde de Barcelona). Fue entonces que se introdujo el chocolate en la corte francesa, superando así el secretismo de la receta que solo conocía hasta ese momento el clero español, que utilizaba el brebaje para superar ayunos y recuperar energía.
Desde una Améríca “recién descubierta”, Fray Jerónimo de Aguilar -intérprete de la lengua maya de Cortés- mandó el primer cargamento de estas semillas y su receta al aragonés Antonio de Álvaro, abad del Monasterio de Piedra, quien supo hacer buen eso del nuevo ingrediente. El propio explorador español, Hernán Cortés, escribía al respecto: «Cuando uno lo sorbe [se refería ya al chocolate], puede viajar toda una jornada sin cansarse y sin tener necesidad de alimentarse».
No fue, por tanto, en sus comienzos, objeto de deseo, sino alimento versátil que reescribía el día de quien lo tomara, dándole el impulso necesario para ayudarle a superar la jornada. Pero, como muchas cosas, poco a poco, dio un giro a la historia, pasando a ser símbolo de poder y prestigio ya que no cualquiera podía disfrutar del preciado líquido oscuro, ni siempre estaba al alcance de todos.
Y ahí es cuando comienza un proceso inevitable: al no tener acceso a algo, es cuando se desea fervientemente.
Mi infancia no puedo decir que estuviera carente de chocolate. Mi madre, que fue mantecaera durante muchos años, me traía siempre uno o dos mantecaditos a la noche (de chocolate, por supuesto), cuando llegaba después de un día completo trabajando. Volvía a verla, me traía un “regalito” y era feliz. Desde la psicología conductista seguro que se explica mi gran amor por el chocolate que desde entonces profeso. Chocolate igual a felicidad.
El proceso de todo alimento en la historia ha evolucionado y el chocolate, como no podía ser de otra forma, ha sido uno de los productos que más han cambiado en estos siglos en sus usos. Hoy te impregnan incluso el cuerpo para que el mismo (y no el paladar) aproveche sus cualidades, que también son muchas.
Pienso en Hernán Cortés, en Fray Jerónimo, en el abad Antonio de Álvaro y en aquellas mujeres de misa, aristócratas, faltaría más, que intentaron incluir dentro de las iglesias el nuevo brebaje para combatir el frío invernal y hacer más llevaderos los sermones… Y pienso en mi madre y en su sonrisa cuando se sacaba del bolsillo mis dos mantecaditos oscuritos. Y pienso en mí… Y no puedo menos que pensar, por último, que bien merece esta gran pensada el Día Internacional del Chocolate. Cierro los ojos… y va por vosotrxs.
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