Le gustaba describirse a sí misma como “nocturna, poeta, borracha y parrandera”. Durante mucho tiempo, fue la voz más importante de la canción cantada en castellano, la suma sacerdotisa de la pasión desaforada y el dolor desgarrado, la figura más carismática de un estilo de cantar que nadie, hasta la fecha, ha sido capaz de igualar, la máxima exponente de una forma de estar en el escenario y en el mundo tan desgarradora y personal que, con toda seguridad, no volverá jamás a repetirse. Una mujer única, que derrochaba poesía con tan solo abrir los labios, un mito de la música popular del siglo XX que deslumbraba a todos aquellos que se aproximaban a ella.
TEXTO: Rafael Calero Palma (escritor y poeta).
Figuras de la política, directores de cine, actrices y actores, poetas e intelectuales de distinto pelaje de ambas orillas del Atlántico cayeron rendidos a la sombra de la leyenda de esta mujer, que dejó su huella indeleble en la canción mexicana, que nos dejó como legado su personalísima manera de entender la música de los mariachis, que supo abrirse camino en un mundo inminentemente machista, repleto de alcohol y de violencia, y que hizo todas estas cosas siendo ella misma, para bien y para mal, con sus muchas luces y sus sombras devastadoras. Fue todo eso y mucho más. Fue la gran Chavela Vargas, la que escribía su nombre con la letra v, solo por joder a los biempensantes.
María Isabel Vargas Lizano nació en una pequeña aldea llamada San Joaquín de las Torres, en la provincia de Heredia, en Costa Rica, un día de primavera de 1919, justo hace cien años. Tuvo una infancia muy infeliz, según contó ella misma en más de una ocasión. Básicamente esta infelicidad provenía del hecho de que su padre y su madre se separaron cuando era aún una niña, y ella se tuvo que quedar a vivir en el campo con unos tíos y su numerosa prole. Además de pequeña sufrió una terrible poliomielitis de la que, según le gustaba contar, la curaron los chamanes. Para ella también fue una gran fuente de conflictos su “rareza”. Desde muy pequeña ella percibía que no era como las demás niñas, que no compartía sus gustos, y que tenía otros anhelos. La Costa Rica de su infancia era un país controlado por la iglesia católica. Un país oscuro y siniestro en el que los curas tenían un poder absoluto sobre las vidas de la gente. Y Chavela, desde muy pequeña, supo que ella no estaba hecha para someterse a ningún cura. Se lo contaba así a Pablo Ordaz en una entrevista para El País: “La Iglesia católica se me echó encima desde que nací. Y un día le menté la madre a un cura. Me dijo: «Ego te absolvo». Y yo le dije: -Chíngate a tu madre.”
En su adolescencia emigra al vecino México, prácticamente con lo puesto, y allí comienza a dedicarse, de manera más o menos casual a la canción, tras haber pasado por los más variados trabajos. Y allí, en México, la vida le brindó la oportunidad de codearse con todos los grandes compositores y cantantes de su época. Desde el grandísimo José Alfredo Jiménez (con quien compartió miles de noches de farra) a Agustín Lara, desde Cuco Sánchez a Álvaro Carrillo. Fue amiga de todo aquel que escribió alguna canción mítica. También se relacionó con gente del cine, como Ava Gadner o María Félix; con figuras mundiales de la literatura, como Carlos Fuentes, Pablo Neruda o Gabriel García Márquez; y del arte, como Diego Rivera o Frida Kahlo.
Esta última, la gran pintora mexicana, fue una persona muy importante para ella, “Sólo ella sabía el tamaño de mi amor por ella. Yo adoraba a Frida…” confesó Chavela a la periodista María Cortina. Y es que Chavela, a lo largo de su vida, amó a numerosas mujeres. Su lesbianismo, del que nunca hizo bandera, pero del que tampoco renunció, era esa “rareza” que ella presentía en su niñez. Escribió sobre su sexualidad: “no ocultar que era homosexual y tratar de pasar la vida del modo más verdadero no significaba que alardeara de ello, ni que anduviera por las cantinas proclamando y justificando continuamente mi vida privada”. Chavela sufrió en más de una ocasión, en sus propias carnes, la discriminación por causa de su orientación sexual. No eran infrecuentes los insultos del tipo “marimacha”, cuando la veían salir al escenario vestida con pantalones y con una actitud que, se suponía, en aquel momento histórico sólo tenían los hombres.
Antes he hablado de las sombras devastadoras de la cantante centroamericana. Una de esas sombras, tal vez la más devastadora de todas cuantas se cernieron sobre ella, fue su alcoholismo. Durante un hiato de tiempo que duró, más o menos quince años, Chavela fue una alcohólica empedernida, adicta al tequila, al aguardiente y al güisqui. Quince años que la mantuvieron en la nebulosa de una borrachera perpetua, en la que, poco a poco, dejó de cantar y cayó en un olvido más o menos inducido.
Pero resurgió de sus propias cenizas. Un día se levantó y decidió que no habría más alcohol, que ya había desperdiciado una gran parte de su existencia y que era el momento de cortar de raíz con aquella vida que la tenía paralizada. “Yo solita he bajado al infierno y yo solita debe encontrar la escalera para salir de él,” escribió sobre este punto en su autobiografía Y si quieres saber de mi pasado. A partir de ese día, supo aprovechar la segunda oportunidad que se le presentaba, en forma de discos, de conciertos, de viajes, de amigas y amigos repartidos por todo el mundo. Dicen que segundas partes nunca fueron buenas, pero en el caso de la cantante mexicana, es completamente falso. La segunda parte de su vida, la que empezó en la década de los noventa, fue mucho mejor, si cabe, que la primera. El mundo entero se rindió a sus pies y su fama se extendió como una mancha de aceite. Sus canciones se usaron en películas, sus conciertos se llenaban hasta la bandera y su popularidad fue en aumento. Los premios de todo tipo se le acumulaban y gente que en su vida había escuchado una ranchera, se declaraba fan incondicional de Chavela.
Durante toda su carrera, Chavela Vargas grabó decenas de discos y canciones: rancheras, boleros, corridos, tangos, etc. Vaya por delante que no soy un experto en su obra, ni lo pretendo, aunque sí un gran fan. Su extensa producción discográfica se inició con el disco Noches de bohemia, publicado en 1960 y acabó con La luna grande, publicado en 2012, con el que llevaba a cabo un proyecto largamente soñado: su particular homenaje al poeta granadino Federico García Lorca. Pero de todos sus discos, el que más me gusta es el que grabó el día 15 de septiembre de 2003, cuando ya tenía ochenta y cuatro años. Ahí es nada. Se titula En Carnegie Hall, y es, obviamente, un disco grabado en directo. En mi opinión, es uno de los discos más hermosos de la historia de la música. Y no es una hipérbole. Diecisiete canciones grabadas en el escenario de la mítica sala neoyorquina, acompañada por las guitarras magistrales de Miguel Peña y Juan Carlos Allende, más conocidos como Los Macorinos. Diecisiete canciones entre las que se encuentran las más importantes de su carrera: “Macorina”, “Luz de luna”, “Volver, volver”, “La llorona”, “Las simples cosas”, “Un mundo raro”, “Sombras”, “Soledad” y así hasta diecisiete temazos que forman parte de la historia de la música hispanoamericana, interpretados ante un público absolutamente entregado que abarrotaba el teatro neoyorquino. Si durante toda su vida Chavela cantó de maravilla, a sus ochenta y tres años, era lo más. Su voz, destrozada por millones de litros de alcohol y por esos habanos que le encantaban y a los que fue tan aficionada durante la mayor parte de su vida, pone la carne de gallina. La voz de Chavela en ese disco hiere como un puñal clavado en la carne. Si no has tenido ocasión de escucharlo nunca, te recomiendo que lo busques y te lo pongas. A ser posible, en penumbra, o con las luces muy bajas, y te dejes llevar por esa voz, por esa manera lenta de decir las palabras, y te dejes atrapar por esos versos doloridos y supurantes de desamor.
Chavela Vargas murió en el mes de agosto de 2012, en Cuernavaca, México. En su autobiografía hablaba en estos términos de la muerte:
La muerte es una parte inexcusable de la vida, vivimos rodeados de muerte y hemos de afrontarlo sin miedo, con valentía. Así lo siento. Amo la vida, por eso no desespero ante lo que inevitablemente ha de ocurrir y no me molesta ni me enoja hablar de ello.
Aquel cinco de agosto, Chavela tenía noventa y tres años y dejaba tras de sí un cancionero muy, muy grande y una vida vivida intensamente. Poco antes de morir, dejó escrito este párrafo que resumía de manera perfecta toda su vida:
Lo di todo en el amor, lo di todo en la amistad, lo di todo en el escenario; lloré cuanto puede llorar una mujer y reí y me divertí cuando tuve motivos y juventud para ello. Ser más que mi destino. He sido más y he vivido más de lo que el destino me tenía reservado en aquellas lejanas plantaciones de Costa Rica.
Aquel cinco de agosto de 2012 moría la mujer y nacía el mito: Chavela Vargas, eterna.
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