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27 septiembre 2018  |  Por La Giganta Digital

Carson McCullers, la crueldad del amor sin amor

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Si uno se para a pensarlo, la conclusión es definitiva: la escritora Carson McCullers parece un personaje sacado de una de sus propias novelas, uno de esos bichos raros, tan típicos del sur de los Estados Unidos, que deambulan por las magníficas páginas de alguno de los libros que ella escribió. Es como si una mente prodigiosa se hubiese inventado a una novelista llamada Carson McCullers, una novelista que escribía novelas empapadas de “gótico sureño”, protagonizadas por seres extraños, marginales o al borde mismo de la marginación.

TEXTO: Rafael Calero (escritor y poeta). / ILUSTRACIÓN: Andrea Gestal González.

Los que la conocieron coinciden en definirla como una mujer especial: terriblemente autodestructiva, enfermiza, bebedora empedernida, hasta el punto de acabar convirtiéndose en una alcohólica sin medida, pero con una vida interior rica en matices, a veces incluso desbordante, una apasionada de la música clásica y de la literatura, una mujer valiente que vivió su vida como quiso o como pudo, que muchas veces, no es lo mismo, pero es lo que hay; fue una antirracista que no tuvo ningún inconveniente en mostrarse tal y como era en el mismísimo corazón de la América más racista, más excluyente, más violenta, más retrógrada, más fascista, en Georgia, uno de los estados sureños más segregacionistas del país, donde el KKK se mostraba en todo su esplendor; una mujer casada que vivió su bisexualidad con absoluta naturalidad, aunque la mayoría de sus enamoramientos no fueron correspondidos o lo fueron sólo platónicamente.

Conoció el éxito masivo, la fama, los homenajes y toda clase de parabienes, pero también vivió, a lo largo de su carrera profesional, momentos malos, en los que el fracaso revoloteaba a su alrededor, recibiendo críticas devastadoras que la sumían en una melancolía profunda y la hacían cuestionarse, en los peores momentos, el porqué de la literatura. Conoció las estrecheces económicas, las infraviviendas de vecinos, sin ningún tipo de comodidad y, al mismo tiempo, ganó grandes cantidades de dinero y viajó por medio mundo alojándose en los mejores y más caros hoteles de París o Londres. Carson McCullers fue una mujer muy compleja, con una personalidad poliédrica, que vivió, por y para la escritura. Rara, bondadosa, contradictoria, orgullosa, independiente, capaz de lo mejor pero también tropezando constantemente en la misma piedra.

Lula Carson Smith (su verdadero nombre, ya que McCullers fue el apellido de su esposo y lo adoptó, como es habitual en su país, tras su matrimonio) había nacido en el estado de Georgia, en el sur de los Estados Unidos, en la pequeña ciudad de Columbus, el día 19 de febrero de 1917. Su madre, Marguerite Waters, era una persona extrovertida, amante de la cultura, y a la que le encantaba contar todas esas buenas historias, que había oído de pequeña, envueltas en un halo de misterio y magia. Su padre, Lamar Smith, un hombre sencillo y trabajador, que se desvivía por sus hijos, tenía una joyería con la que se ganaba la vida, sin grandes lujos pero de manera honrada. En 1919, la pareja tuvo otro hijo, al que llamaron Lamar Jr y tres años más tarde nació Margarita, la más pequeña de los hermanos Smith. La infancia de los tres hermanos Smith estuvo repleta de felicidad.

Conoció las estrecheces económicas, las infraviviendas de vecinos, sin ningún tipo de comodidad y, al mismo tiempo, ganó grandes cantidades de dinero y viajó por medio mundo alojándose en los mejores y más caros hoteles de París o Londres

Desde muy pequeña, Lula Carson mostró una pasión desbordada por la cultura, sobre todo por la música, por la que sentía auténtica devoción, y por los libros. En sus primeros años de vida, la niña quería dedicarse profesionalmente a la música, y para conseguirlo no tenía ningún inconveniente en pasarse siete u ocho horas diarias sentada ante el piano, ensayando sin parar. Pero con la llegada de la adolescencia decide que el piano pertenece al pasado y que, a partir de ese momento, todas sus energías artísticas las dedicará a escribir. Ahora su máximo empeño es convertirse en escritora. “Yo anhelaba una sola cosa: irme de Columbus y dejar huella en el mundo”, escribe en su autobiografía, Iluminación y fulgor nocturno. Y sueña con crear personajes, enredarlos unos con otros, darles vida, hacerlos reír o llorar, manipularlos a su antojo. La joven Carson (por estos días decide que ya no será nunca más Lula, a partir de ahora tan solo Carson) quiere, sobre todas las cosas, contar historias, como esas que llevan escuchando toda su vida de labios de su madre, ella y sus hermanos, en las noches de verano, sentados a la puerta de casa, contemplando las estrellas mientras beben limonada fresca y cantan los grillos en la oscuridad.

Desde muy joven, siempre tuvo claro que iba a conseguirlo, y nunca dudó de que se convertiría en una de las grandes figuras literarias de su tiempo. Tampoco lo hizo su madre, que siempre mostró una fe ciega en ella. Así, cuando cumple diecisiete años, la mujer vende una valiosa joya que había heredado de su propia madre, y con los quinientos dólares que recibe a cambio, envía a la joven a Nueva York, para que estudie en la universidad y acabe haciendo su sueño realidad. Muchas de estas historias acabarían formando parte de sus libros, sobre todo de su primera novela, El corazón es un cazador solitario en la que la presencia de los elementos autobiográficos juega un papel fundamental.

Carson McCullers vivió una vida tumultuosa en muchos aspectos, pero sin duda, el más tormentoso de todos ellos fue el relacionado con el amor. Se casó dos veces con el mismo hombre: James Reeves McCullers, algo que no deja de ser extraño ni siquiera para alguien como ella. En su libro de memorias Iluminación y fulgor nocturno, la escritora contaba de esta manera cómo lo conoció:

En junio de 1935 volví a casa y conocí a Reeves McCullers (…). La primera vez que lo vi, sufrí una conmoción, la conmoción de la belleza pura; era el hombre más apuesto que yo había visto en mi vida. También hablaba de Marx y Engels y supe que era un liberal, lo cual, a mi juicio, tenía importancia en aquella retrógrada comunidad sureña.

Reeves McCullers también soñaba con ser escritor, pero si alguna vez llegó a escribir algo parecido a un relato o a un poema —no hablemos ya de una novela—, nunca nadie tuvo ocasión de leerlo. La triste realidad es que el marido de Carson McCullers fue un hombre mediocre, casi esperpéntico, poco dotado para el trabajo y para los negocios, que vivió la mayor parte de su vida del dinero que ganaba su mujer, y a la que robó y engañó en más de una ocasión.

Está claro que el hombre quedó oscurecido por la luminosa carrera literaria de su esposa y que, de algún modo, nunca fue capaz de sobreponerse al hecho de que fuera ella la que traía el dinero a casa. Sería injusto decir que la pareja no tuvo momentos felices, pero no fueron los más abundantes. Las riñas y separaciones eran habituales entre los dos y debido a las grandes cantidades de alcohol que ambos consumían, lo que al principio era felicidad y armonía, terminó convirtiéndose, en poco tiempo, en infierno y guerra. Reeves McCullers se quitó la vida en 1953, el día 19 de noviembre. No fue capaz de soportar el fracaso que había sido su existencia. En sus últimos días de vida no era raro verlo demacrado, sucio, con los ojos hundidos, signo de una locura incipiente.

Además de a su marido, Carson McCullers amó a otras personas. La escritora suiza Annemarie Clarac-Schwarzenbach fue una de ellas. Sobre este apasionante personaje, McCullers escribió en su libro de memorias:

Tenía un rostro que, lo supe enseguida, me perseguiría hasta el final de mi vida: bella, rubia, el pelo corto y lacio. Tenía una indefinible expresión de sufrimiento en la cara. Era físicamente espléndida y, sin poder evitarlo, pensé en el encuentro de Mishkin con Nastasia Filipovna en El idiota, cuando él experimenta “terror, piedad y amor.”

Durante toda su vida profesional Carson McCullers tuvo la fortuna de conocer, convivir y entablar amistad con numerosas personalidades de su tiempo. No sólo escritores, como Truman Capote, Paul Bowles, W. H. Auden, Tennessee Williams, Langston Hughes, Isak Dinensen, Djuna Barnes, Eudora Welty o Katherine Anne Porter, de quien, por cierto, también estuvo enamorada, sino también compositores y músicos, como Benjamin Britten o Kurt Weil; actores y actrices, como Marlon Brando o Marilyn Monroe; o directores de cine, como el genial John Huston, que dirigió la adaptación cinematográfica de su novela Reflejos en un ojo dorado, y con quien desarrolló una profunda amistad basada en la admiración mutua que ambas personalidades se profesaban.

La crítica literaria coincide en clasificar la obra de Carson McCullers dentro de ese subgénero novelístico que se ha venido en llamar “gótico sureño”, un estilo en el que además de la autora de El corazón es un cazador solitario, también estarían englobados otros escritores nacidos en el sur de los Estados Unidos, como Flannery O’Connor, William Faulkner, Eudora Welty, Truman Capote, Tennessee Williams, o más recientemente, Cormac McCarthy o Barry Gifford, por citar sólo algunos de los más populares.

Todos ellos han desarrollado en sus obras un universo habitado por personajes grotescos (esta es la palabra clave a la hora de definir el estilo), extraños, rara avis en una sociedad ya de por sí propensa a la rareza y en el que abundan las situaciones donde lo macabro y lo fantástico se dan la mano con lo cotidiano. Una sociedad donde la violencia, la marginación, la decadencia, las obsesiones religiosas o el racismo son el pan nuestro de cada día, La propia Flannery O’Connor teorizaba sobre dicha etiqueta en un artículo escrito en 1960 titulado “Algunos aspectos de lo grotesco en la ficción sureña”, altamente recomendable. Muchos críticos ven un cierto paralelismo entre el “gótico sureño” y el “realismo mágico” de escritores hispanoamericanos como Alejo Carpentier, García Márquez, Julio Cortázar o Isabel Allende, aunque en absoluto son la misma cosa.

Carson McCullers publicó a lo largo de su carrera literaria cinco novelas obras que están entre lo mejor de la literatura norteamericana del siglo XX: The Heart Is A Lonely Hunter (El corazón es un cazador solitario), en 1940; Reflections in A Golden Eye (Reflejos en un ojo dorado), en 1941; The Member of The Wedding (Frankie y la boda), en 1946 y The Ballad of the Sad Café (La balada del Café Triste), en 1951; Clock without Hands (Reloj sin manecillas), de 1961. También escribió un libro de memorias, el ya mencionado Iluminación y fulgor nocturno, que dejó inconcluso y fue publicado treinta años después de su muerte. Además de estas obras, la escritora escribió un puñado de poemas y relatos cortos, así como numerosos artículos periodísticos y un par de obras de teatro, que oscilaron entre el éxito y el desastre.

Carson McCullers publicó a lo largo de su carrera literaria cinco novelas obras que están entre lo mejor de la literatura norteamericana del siglo XX

De toda su producción, para mí, lo mejor de todo es, sin duda, su primera novela, la genial El corazón es un cazador solitario. Se trata de una novela muy personal, autobiográfica a ratos, donde unos personajes al límite muestran la soledad y el dolor del ser humano contemporáneo. En realidad el tema principal en toda la producción de Carson McCullers es la incomunicación, personificada por esos dos personajes sordomudos de su primera novela.

El corazón es un cazador solitario es, sin duda, una de las grandes novelas de la historia de la literatura norteamericana, y más si tenemos en cuenta que fue escrita por una persona que aún no había cumplido 25 años. Se trata de una de esas obras imprescindibles que nadie a quien le gusten las buenas historias debería perderse y por la que escritores como Charles Bukowski mostraban una gran admiración. El bardo de Los Ángeles no dudaba en citar la primera novela de McCullers como uno de sus libros de cabecera. No en vano, le dedicó a su autora un poema titulado “Carson McCullers” en el que hablaba de “sus libros de / aterradora soledad / todos sus libros sobre / la crueldad / del amor sin amor”.

Carson McCullers murió el 27 de septiembre de 1967, en Nyack, en el estado de Nueva York, tras varios años de enfermedad que la tuvieron postrada en una cama y anularon su movilidad. Acababa de cumplir cincuenta años y los había vivido a toda velocidad.

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