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21 marzo 2019  |  Por La Giganta Digital

Anuncio por palabras

riñones

Así exactamente es como yo me imaginaba el infierno.

Jo Nesbo

TEXTO: Rafael Calero Palma (escritor y poeta).

Soledad tiene treinta y seis años y vive en una famosa y turística ciudad del sur, rodeada de montañas blancas. Está divorciada desde hace cuatro años y tiene dos hijos, el mayor, de nueve años, y el pequeño, de cinco. Ambos van a un colegio público que hay en el barrio donde viven. Su ex no le pasa ni un céntimo para la manutención de los hijos. Solo lo hizo en dos ocasiones. Pero jamás hubo una tercera. De hecho, a Paco, que así se llama el ex de Soledad y padre de las dos criaturas, llevan sin verlo prácticamente tres años. Así están las cosas.

Soledad es una chica guapa. De piel morena y pelo negro —aunque ya empiezan a aparecer las dichosas canas— que le cae por debajo de los hombros, aunque la mayoría de las veces le gusta llevarlo recogido en una cola. En cuanto a la estatura, no es ni demasiado alta ni demasiado baja. Sus ojos son castaños, grandes, de largas pestañas, y con un brillo que denota una inteligencia innata. Soledad siempre ha tenido una tendencia natural a tener unos kilos de más, que se le iban, sobre todo, a las caderas y al culo. No obstante, en el momento en que se desarrolla esta historia, podríamos decir que está bastante delgada. No es de extrañar. Los problemas, que adelgazan mucho. Y Soledad tiene un montón de problemas. O bien mirado, solo tiene uno: la falta de trabajo.

Soledad lleva dos años en el paro. Para ser exactos, hay que decir que han transcurrido veintiséis meses y catorce días desde el último día que trabajó. Antes trabajaba en una empresa de construcción. Y antes de eso, en una tienda de lencería. En la empresa de construcción estuvo trabajando durante diez años como administrativa. Se dice pronto. Diez años. Se encargaba del papeleo, de hacer los contratos, de dar de alta a los demás trabajadores en la Seguridad Social, de todo lo relacionado con Hacienda, de preparar las nóminas cada mes. Ese tipo de cosas. No era un trabajo que diera para vivir con grandes lujos, pero en su hogar nunca faltaba un plato de comida y ropa decente que ponerse. Y de vez en cuando, podía salir con los niños al cine o a tomar una hamburguesa en el McDonald del barrio. Sin embargo, con la crisis económica, los encargos empezaron a brillar por su ausencia, hasta que al final el volumen de trabajo se quedó prácticamente en nada y la empresa acabó viniéndose abajo, como un castillo de naipes. Y entró en concurso de acreedores. Y todos los trabajadores a la puta calle. También Soledad. Por supuesto.

Cuando la despidieron, recibió la indemnización que marcaba la ley. Pero también en esto tuvo mala suerte. Acababa de ser aprobada una nueva reforma laboral y solo le pagaron veinte días por año cotizado. Una mierda, si lo piensas bien. Durante un tiempo cobró la prestación por desempleo. Pero como todo en esta vida llega a su final, esta terminó por agotarse. Mientras tanto, la mujer buscaba y buscaba. “Parada, sí; quieta, nunca”, era su lema. Currículum por aquí y currículum por allá. Cursos por aquí y cursos por allá. Preguntaba a unos y a otros. Se pateó todos los hoteles, todos los bares y todas las tiendas de su ciudad. Preguntó en empresas de limpieza y en lavanderías. Buscó hasta debajo de las piedras. Pero nada. La suerte no estaba de cara. Y pasaban los días, las semanas, los meses. La cosa no pintaba bien. Y ella continuaba buscando sin encontrar. Así hasta hoy. Soledad y sus dos hijos sobreviven con la ayuda de los cuatrocientos veintiséis euros al mes.

Soledad tiene una deuda con el banco. Una hipoteca por su vivienda, un pequeño piso en un barrio obrero de su ciudad. Todo muy humilde. Setenta metros cuadrados mal contados repartidos entre dos dormitorios, una pequeña cocina, un cuarto de baño y una minúscula terraza desde la que se ve el bloque de enfrente. La cuota mensual de la hipoteca se traduce en trescientos cincuenta euros mensuales. A tocateja, que los banqueros no perdonan una deuda ni al mismísimo Jesucristo que viniera implorando de rodillas. Y a todo esto, sin beneficiarse de la bajada del euríbor, porque cuando compró el piso y firmó la hipoteca, el banco le metió un gol por toda la escuadra, poniéndole un suelo que no le permite bajar del tres por ciento. Apenas le quedan dos años para acabar de pagar el préstamo hipotecario, pero tal y como están las cosas, necesitará algo más que buena voluntad para poder hacerlo. Así que de los cuatrocientos veintiséis euros mensuales que recibe del Estado, si restamos lo que se lleva el banco, a Soledad le quedan setenta y seis euros para vivir todo el mes. Si dividimos esa cantidad entre los treinta días que tiene un mes, el resultado es de dos euros con cincuenta y tres céntimos. Si además dividimos esos dos euros y medio entre la mujer y sus dos hijos, veremos que a cada uno le corresponde, diariamente, ochenta y cuatro céntimos.

Después de hacer estas sencillas operaciones matemáticas, no hace falta decir que Soledad y sus hijos las están pasando putas. La mujer lleva una temporada que no puede comprar absolutamente nada. Ni comida, ni ropa, ni material escolar para los niños, ni una simple bolsa de gusanitos. Así que no le ha quedado más remedio que echar mano de la solidaridad ajena para poder sobrevivir. Primero empezó por la gente que le quedaba más cerca. Su madre y su hermano. Y aunque ambos hacen lo que pueden por ayudarla, tampoco están ellos para muchos trotes. Y luego están las ONG y los comedores sociales, donde Soledad se acerca, día sí y día también, a por alimentos de primera necesidad o a por un plato caliente para sus hijos. También a por ropa para los tres.

La primera vez que fue a uno de estos lugares, sufrió un shock emocional. La humillación que experimentó fue tan aplastante que estuvo tres o cuatro días llorando, desconsolada, afligida, hecha, literalmente, una mierda. Pero como no le ha quedado más remedio, ha tenido que seguir yendo a estos lugares a por comida. Y para qué vamos a negarlo, también ayuda mucho el Trankimazín, ese bálsamo de Fierabrás que se utiliza para combatir la depresión y la ansiedad. Y es que Soledad pertenece a ese cincuenta y tantos por ciento de mujeres españolas enganchadas a los ansiolíticos. Desde que reventó la burbuja inmobiliaria y se desató el apocalipsis en forma de crisis económica, estos fármacos se han vuelto tan comunes en la mayoría de los hogares españoles como la leche o el pan, si no más.

A Soledad se le han pasado por la cabeza varias soluciones a su problema. La primera, no lo va a negar, ha sido el suicidio. Quitarse de en medio. Acabar de una puta vez con todo. Desaparecer para siempre. Sumirse en un sueño eterno del que no pueda despertar jamás. Muerto el perro, se acabó la rabia, como dice el refrán. Sería tan fácil coger la caja de los trankimazines y comérsela entera, sin dejar ni uno solo. Y luego, que se vaya el mundo a tomar por culo. Pero si se para a pensarlo fríamente, no es capaz. Le falta valor, y no porque tenga ganas de vivir, que no las tiene. Lo que pasa es que se le pone un nudo en el estómago que la deja como paralizada. Además, están sus hijos. ¿Cómo va a hacerle eso a las dos criaturas? ¿Qué tipo de madre sería ella si deja a sus dos pequeños solos en una situación como esta? De manera que la solución del suicidio, por ahora, queda descartada. O aplazada, que nunca se sabe.

También ha pensado, en más de una ocasión, dedicarse a la prostitución. Vender su cuerpo en alguno de esos polígonos industriales que ahora están medio despoblados. Cuando trabajaba en la empresa de construcción, cada día veía a muchas chicas africanas, rumanas, rusas, que se ponían en los sitios estratégicos del polígono industrial para vender su cuerpo al mejor postor. Pero tampoco esta solución le termina de convencer. Solo de pensarlo le entra un asco tremendo y unas ganas de vomitar que para qué. Ella siempre ha sido de las que opinaban que follar con alguien por dinero era una cosa muy, pero que muy triste. Y luego están las mafias que trafican con mujeres, los proxenetas y toda la degradación que rodea ese mundo. Uff, que va, que va, mejor seguir pensando en buscar otras soluciones.

La tercera opción es un atraco a un banco, a una gasolinera o a un supermercado. Uno de esos sitios donde suele haber dinero contante y sonante Pero para hacer ese tipo de cosas se necesitan pistolas o escopetas o algo por el estilo ¿y de dónde va a sacar una chica como Soledad una escopeta? Y además, piensa ella y no va equivocada, necesitará más gente que la ayude y a todo eso hay que sumarle un arrojo del que ella, una chica normal en todos los aspectos, carece. Una vez leyó en el periódico que una pareja había robado varios bancos disfrazados simplemente con caretas de Aznar y de Zapatero. Bueno, no solo con eso. También llevaban escopetas y mucha mala leche. Así que la solución del atraco también queda descartada.

Y mientras tanto, la vida sigue. Y no precisamente igual, como cantaba Julio Iglesias. Para Soledad y sus dos hijos, todo parece estar un poco peor cada nuevo día que amanece. O al menos esa es la sensación que ella tiene. En la televisión, en las poquísimas veces que ve el telediario, los políticos dicen que las cosas empiezan a mejorar, que si la luz al final del túnel, que si los brotes verdes, que si los aspectos macroeconómicos, que si la prima de riesgo, que si el euríbor que baja mes sí y mes también, que si esto, que si lo otro. Pero ella, en su día a día, no ve ningún síntoma de mejora. Ella no ve ninguna luz al final del túnel. Ella no ve ningún brote verde, por más que mire y por más que lo desee. Ella sigue malviviendo con sus dos euros y medio cada día y con sus visitas al comedor social. Ella sigue echando currículos. Miles ha enviado en estos dos años. Y ya sabe que no sirven absolutamente para nada. Nunca la han llamado de ninguna empresa y nunca la llamarán. Para qué se va a seguir engañando. Lo único que no ha variado en todo este tiempo es la terrible sensación de derrota y de vergüenza. Esa sensación sigue siendo igual de fuerte.

Y los días van pasando, miserables y tristes. Y una hermosa mañana de finales de septiembre la mujer coincide por casualidad en la cola de la oficina de empleo con un ex compañero de la empresa de construcción. El hombre, de unos cuarenta años mal llevados, de rostro cansado y gestos nerviosos, unos ochenta kilos de peso, un metro y ochenta centímetros de altura, centímetro arriba, centímetro abajo, con la cabeza rapada, y barba de cuatro o cinco días, se llama Antonio y, como ella misma, también pertenece al club de los divorciados. Y al de los parados, faltaría más. Antonio solía andar detrás de ella, diciéndole lo buena que estaba y lo mucho que le gustaría salir una noche con ella, llevarla a bailar, a tomar una copa a algún pub de moda o a tomar una pizza por ahí. Pero hoy, en la cola del paro, Antonio no parece ser aquel tipo divertido y sonriente que la piropeaba constantemente. Esta mañana, Antonio tiene cara de amargado. Cosa normal, por otra parte. Sin trabajo, sin dinero, viviendo en casa de sus padres a los cuarenta, tú me dirás… Y si le preguntas cuándo fue la última vez que echó un polvo, probablemente te responda que ni se acuerda.

—Soledad, como esto siga así, se va a liar una bien gorda. Te lo digo yo, —le dice Antonio a su ex compañera de trabajo mientras esperan su turno.

Ella se queda callada. Y el hombre sigue hablando.

—¿Te acuerdas del Ford Mondeo que me compré cuando trabajábamos juntos? —pregunta Antonio sin esperar respuesta—. Treinta mil euros, me costó. Pues ya no lo tengo. El concesionario me lo quitó hace un par de meses. Me faltaban menos de cinco mil para acabar de pagarlo, y al final, me lo han embargado. Como llevaba sin pagar cuatro meses…

Y lanza al aire un suspiro, como si perder el coche fuese lo peor que le ha podido pasar en los últimos tiempos.

—Joder, y pensar que hubo meses que gané más de tres mil euros. Qué tiempos aquellos. Y ahora no tengo ni para tomarme una caña. ¡Ay, Soledad, que vida más puñetera!

Y ella sigue sin decir nada, escuchando el monólogo de su amigo.

—¿Sabes lo que se me ha pasado por la cabeza?, —le pregunta Antonio a la mujer—. Vender uno de mis riñones a algún ricachón que lo necesite. Una vez lo vi en una peli y el tío que lo hacía se sacaba un montón de pasta.

—No seas burro, —le dice ella, saliendo de su mutismo—. ¿Cómo se te ocurren esas cosas? Vender un riñón, madre mía.

—Coño, tenemos dos, y con uno se puede vivir igual. Bueno, tendría que dejar el alcohol, pero eso no me supone ningún esfuerzo. Con la puta crisis, ya prácticamente lo he dejado.

Y se echa a reír. Y por un momento, Soledad lo ve como cuando eran compañeros de trabajo, como si la vida que están viviendo los dos en ese mismo instante, no fuese más que una pesadilla y estuvieran a punto de despertarse de un momento a otro en un mundo mucho mejor que este en el que viven.

Y los días siguen desfilando, uno detrás de otro. Y a septiembre le sigue octubre, con sus jornadas más cortas, y un poco más frescas. Y Soledad sigue pasándolas putas para sobrevivir, y sus hijos siguen comiendo gracias a la solidaridad ajena. Pero hay una novedad en la vida de la mujer. Desde el día que estuvo hablando con su amigo, a Soledad le ronda una idea por la cabeza. Después de mucho pensarlo, de darle vueltas y vueltas al asunto, ha cambiado de opinión y ahora cree que lo del riñón no es tan mala idea como le pareció en un primer momento. Le ha preguntado a una amiga que es auxiliar de enfermería y parece ser que lo que le dijo Antonio es cierto. Una persona puede vivir perfectamente con un solo riñón. Tendría que cuidarse un poquito, pero ya está. Eso sería todo.

Así que, esa misma mañana, toma la decisión. Lo hará. Ya no hay marcha atrás. Y que sea lo que tenga que ser. Soledad, después de dejar a los dos niños en la escuela, se va a un cibercafé que hay en el barrio. Una vez allí, pide un ordenador y se conecta con la página web del periódico local. Busca en la sección de anuncios del diario, y cuando encuentra lo que anda buscando, escribe el siguiente texto:

Mujer sana, sin vicios, no bebedora, de treinta y seis años de edad, ofrece uno de sus riñones en perfecto estado a cambio de compensación económica. Se admiten ofertas.

Tras escribirlo, lo lee cuatro o cinco veces. Cuando decide que es tal y como debe ser, pulsa la tecla intro. Y una vez publicado el anuncio, se vuelve a casa, a esperar a ver si algún millonario con los riñones en mal estado se pone en contacto con ella a la mayor brevedad posible y le soluciona, de una vez por todas, sus problemas económicos.

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