Sayonara, 2021

Se ha ido 2021 y nos deja 43 mujeres asesinadas por sus parejas o ex parejas, 6 menores asesinados por violencia varia y 30 niños y niñas huérfanas de madre, según las cifras oficiales que maneja el Ministerio de Igualdad. Y, pese a lo terrible que esconden estas frías cifras, tenemos la sensación de que se ha ido normalizando esta violencia machista, como si fueran sucesos aislados, inevitables, esperados. Al final del año, ni siquiera hemos visto llamamientos a los exiguos minutos de silencio institucionales. Los asesinatos han aparecido en su sección habitual, la de sucesos, mientras otros titulares más llamativos ocupaban las primeras páginas. A veces los titulares estaban asociados a sentencias judiciales contra las mujeres (y contra el sentido común). Tenemos un problema con la justicia, sin duda, como lo tenemos con un sistema de protección a las mujeres que simplemente falla y, cuando lo hace, las condena a morir. Los medios de comunicación tenemos especial responsabilidad en que se lleguen a normalizar los feminicidios y se perpetúen come está ocurriendo. Por el contrario, deben de ocupar el lugar que merecen, alertar, protagonizar, ponerle nombre a lo que importa, impactarnos, hacer que actuemos. Lo que cuentan los medios se refleja en lo que piensa la gente y en cómo acaba actuando. Los medios tenemos también la responsabilidad social de contar lo que pasa, no lo que las redes, es decir, unos pocos, dicen que pasa. Las vidas cotidianas de las mujeres, nuestros problemas de todos tipo, las discriminaciones desde que nacemos, los estereotipos que nos condenan, las cargas, los techos. Pueden parecer vulgares o grises, pero son las vidas de verdad, esas que pasan al igual que los años. 2021 ha sido un año nefasto en muchos sentidos. La pandemia sigue mandando, en medio de un desmantelamiento atroz de la atención primaria en sanidad pública, la escasez de recursos en problemas de salud mental y, por supuesto, la falta de análisis científico con sesgo de género, por ejemplo, en las vacunas. Hemos echado de menos las calles, también en sentido reivindicativo. Por eso, Sayonara, 2021, bienvenido 2022, que sea feminista y libre.

Día de las reinas magas

¡Es un niño! / Ya lo sé, me lo dijo San José. / Ella es virgen y divina. / Lo adivina”. Hasta aquí llega mi memoria de un ya añejísimo teatro que hicimos en mi colegio por Navidad cuando tenía unos ocho o nueve años. Aquella actuación formaba parte de una obra rompedora en aquel entonces porque no eran reyes magos los que decían los diálogos sino las Reinas Magas de Oriente. Que, eso sí, se llamaban Melchora, Gaspara y Baltasara. No fui reina, no. Fui paje de Melchora. Aunque en otro episodio de mi vida tuve la oportunidad de ser Baltasara…

Lo que aquí vengo a resaltar es la osadía de ya, en aquel entonces, en la década de los 80 del pasado siglo, reinventar la historia imperante y decidir que tres mujeres podían ser reinas y magas y entregar al niño -ahí no hubo ruptura- el incienso, la mirra y el oro. No puedo recordar la obra completa, ni lo que ocurría, al margen de que los reyes habían cambiado de género. Pero recuerdo que aquello (me) visibilizó la posibilidad de que ellas, de que nosotras, siempre tan olvidadas y humilladas por la historia, pudieran ser las protagonistas. Y de que si éramos capaces de inventarnos una realidad alternativa, lo que dábamos por sentado, que era la realidad real, igual también pudiera ser una realidad ficticia. ¿Tiene sentido?

Porque ¿de verdad que no ha existido jamás en toda la historia antigua y moderna ninguna mujer ‘maga’, con el significado de sabia? Está claro que es una pregunta retórica. Cerremos los ojos y viajemos en el tiempo. Enheduanna (‘ornamento del cielo’) además de escribir poesía y prosa, era una princesa y sacerdotisa que vivió con plenitud y todos sus sentidos en la antigua Mesopotamia del siglo 23 a. C. Es la primera persona en la historia en crear obra literaria propia y en cuneiforme, una antigua forma de escritura que usaba tablas de arcilla, aunque las originales se perdieron y solo quedaron copias del 1.800 a. C. (del periodo paleobabilónico y posterior).

En el tercer milenio antes de Cristo, una época convulsa en Mesopotamia, y donde, como aseguraría Virginia Woolf “Anónimo era una mujer”, una sacerdotisa encumbra su nombre con obras literarias, algunas de ellas dedicadas como presente a Inanna, la diosa mesopotámica del amor. La historia de Enheduanna es rica en matices y os animo a leer sobre ella, pero aquí la menciono porque para mí es una de las reinas magas de la historia, desconocida y olvidada.

Como también perdida y agraviada ha sido Lilith, considerada la primera mujer existente, antes de Eva, y creada como Adán (que no de él). Por rebelarse contra los designios divinos y no querer vivir a la sombra de su compañero, se fue por decisión propia del Paraíso para vivir su vida y su sexualidad sin el yugo del hombre. La cultura judaica y cristiana la convirtieron en un ser demoníaco para dar ejemplo de cómo no debe ser jamás una mujer: desobediente y con entidad propia. Otra reina maga que, en realidad, desde el origen de los tiempos nos enseñó y regaló el don del libre albedrío y la libertad del ser.

Y, del primer vagido de la humanidad, viajamos a la Edad Media. Ahí rescatamos a mi tercera dama real: Hildegard de Bingen, una polifacética abadesa alemana que también fue compositora, filósofa, física, naturalista, poeta y lingüista. Con ella el medievo se llenó de luz y fue un faro imprescindible entre las sombras de la ignorancia de la época. Escritas quedaron grandes palabras, aunque me quedo con una frase escueta e inspiradora que dice mucho con poco: “¡Oh, figura femenina, cuán gloriosa eres!”.

Así que, ya sea hace 4.000 años, desde el origen de todo, o desde hace más de un siglo, sirva este superficial recorrido por mis gustos y criterios para que las niñas -y los niños, por supuesto- sepan que reinas magas han existido y existirán siempre. Para abrirnos camino y traernos presentes más intangibles que el oro, incienso y mirra. Para recordarnos que siempre, a pesar de todo, podremos ser y hacer lo que nosotras decidamos. Felices reinas, feliz vida.

'Succession' en estado puro

Succession’ es de esas series que se superan temporada a temporada. El final de la tercera nos ha dejado, como siempre, noqueadas y ya hay acuerdo para la cuarta. Es como asistir como espectadora a un combate de boxeo caníbal, sucio y guarro, que hasta puedes salpicarte de barro y sangre. Es lo que tienen las luchas de poder dentro de la familia Roy, una familia supuestamente ficticia estadounidense, dueña de un conglomerado globalizado de medios de comunicación y entretenimiento, Waystar Royco. O cómo los tres hijos y una hija del patriarca Logan (Brian Cox) se pelean por la sucesión en la empresa, aunque, de momento, nadie gana salvo el viejo, que nunca les da lo que anhelan, reconocimiento. Y es que, hagan lo que hagan, ninguno ni ninguna llegan a superarlo en falta de escrúpulos, cinismo y puñaladas traperas, aunque estén ya bien servidos.

Se pueden hacer muchas lecturas de este drama con tintes de comedia negra, algunas veces hasta hilarantes, con varios Emmy y Globos de Oro en su haber y que no es desde luego un ‘Los ricos también lloran’. No podemos sentirnos representadas por esta familia asquerosamente rica que participa con naturalidad en la elección del próximo presidente de los USA, viaja en jets privados por separado como quien se pega una vuelta y se va de rositas ante las graves acusaciones de abuso sexual, ilegalidades e incluso asesinato en su línea de cruceros. Cuesta empatizar, por tanto, con la tragicomedia del terrible patriarca y sus hijos, todos ellos privilegiados cínicos y despiadados, como lo es la élite a la que pertenecen. Y como lo es el capitalismo neoliberal que representan y, eso es lo desasosegante, que es bien real.

Porque ‘Succession’ es capitalismo puro, salvaje, atroz, egoísta, donde todo vale, violento hasta hacerte sentir incómoda. Que la guerra se desarrolle en los despachos de Wall Street no lo hace menos terrorífico, porque constatamos su impunidad y su reino desvergonzado entre todos los demás, caiga quien caiga. Y si tiene que caer alguna cabeza de la propia familia, cae. Es más, es el patriarca demudado en el Abraham bíblico quien la sacrifica al dios del capital, sin piedad. Esa fría asepsia de la corporación, esa incapacidad de gestión emocional de la prole educada en internados y marcada por la ausencia paterna y el desapego materno, falta de amor al fin y al cabo, se llaman deshumanización y avaricia. Caemos en la tentación, a veces, de lamentarnos por esos hijos e hija que no pueden matar al padre y que constatan, batalla a batalla, que él es el más fuerte, la única autoridad cuyo reconocimiento anhelan. Al fin y al cabo, quién no conoce a un patriarca castrador y endiosado.

Succession’ es también, por supuesto, patriarcado en estado salvaje. No hay episodio en el que la palabra polla no esté presente en las bocas de los protagonistas, sobre todo del padre y de Roman (Kieran Culkin), el benjamín. Shiobhan (llamada así en plan serio) o Shiv (Sarah Snook), para que la tomen en serio como rival en la sucesión, también adopta el lenguaje falocrático (y las maneras). Cuando se usa la palabra coño, por parte también de Logan y Roman, es para descalificar, señalar, marginar, humillar. El patriarca humilla a todos, pero a su ‘peque’ Shiv le reserva un amor-desprecio especial, aunque no llegue a sentirse traicionado, eso se lo reserva al heredero natural, Kendall (Jeremy Strong), un drogadicto y egomaníaco con crisis existencial. Roman, el matón de pocos escrúpulos y arrolladora personalidad, se cae también de la carrera por pervertido. Connor (Alan Ruck), en realidad el primogénito, otrora gurú del mindfulness y aspirante a presidente, siempre ha estado fuera de la guerra fratricida. Así que, en principio, Logan prefiere a un gurú tecnológico en chándal y deja fuera a sus hijos, que se unen

Pese a que la única hija parece la más capacitada para sucederlo (es la única de los hijos con una carrera profesional anterior prometedora que deja por los deseos de papá, que se situó entonces en el extremo opuesto a la ideología de papá), su padre no acaba de fiarse de ella tampoco. Logan la mira con la misma condescendencia con que el patriarcado mira a las mujeres cuando quieren romper el techo de cristal. De momento, y tras sacrificar su independencia de la familia de la primera temporada y cambiar de imagen a partir de la segunda para que la tomen en serio, se niega a asumir que no hay lugar para ella en el negocio familiar y encaja y reparte puñaladas como cualquiera de los demás. Sus intentos de alianzas con otras mujeres en similar situación no salen adelante. Lo de la maternidad no lo tiene muy claro.

No la hace más simpática comprobar cómo comparte rasgos con su padre en su evolución. Es una privilegiada blanca y ambiciosa, acostumbrada a tener lo que se le antoja, aunque es de justicia reconocer que el personaje tiene aristas que lo hacen más complejo y por tanto más humano. Muy bueno su particular ajuste de cuentas (sin saldar) con su madre Caroline, ex de Logan, en la boda de esta en Italia. Pagará caro también su predisposición a a infravalorar a los que no son de su clase social, incluido su marido Tom (Matthew MacFadyen), al que trata como una especie de bufón real. El alto y gris primo Greg es otro bufón impredecible.

Y ‘Succession’, es, por encima de todo, un recordatorio de que la familia, disfuncional porque ¿acaso hay alguna familia happy?, se creó y sigue siendo, una unidad de producción capitalista y patriarcal. El lugar donde el poder se transmite de generación en generación, alrededor del padre de familia y donde se nos ha confinado desde hace siglos a las mujeres, con pocas opciones de escapar. Es lo que no he podido dejar de ver entre el barro y la sangre medáticas de la familia Roy.